Unos pocos perros verdes
En el imperio del petromaterialismo hablar de valores, esencia y principios es un gesto de anacronismo ya no siempre perdonado.
Si bien nunca he sido una nostálgica de las que enuncian que "todo tiempo pasado fue mejor", en estos días no puedo evitar sentirme un tanto perdida entre tanta maroma que nos dice que las cosas son como son y poco podemos hacer por cambiarlas.
Que he sido y soy una idealista lo confieso y, según la época, con mayor o menor sentido de la realidad. Pero ¿no te pasa últimamente que llegás a un punto cada día en el que te gana la indignación, seguida de un profundo estado de indefensión, cuando ves que los límites que nos protegen como ciudadanos, como trabajadores, como miembros de una sociedad, se vulneran con total impunidad?
Los cambios en las reglas de juego te dejan invariablemente fuera de la que solía ser tu cancha y el dueño de la pelota de ocasión te mira socarrón mientras vos desgranás argumentos para seguir en juego.
El nivel de relajación en cuanto al respeto mínimo y básico llega a lugares insospechados cuando se trata de tu tiempo, de tu trabajo, de lo que elegiste ser y hacer en la vida.
Los cambios llegan no para transformar sino para avasallar, y si acaso osás cuestionar ya no su avance sino el método para el mismo, quedarás bajo una aplanadora de indiferencia que te dejará atrás esgrimiendo razones que poco importan a nadie.
Tu trabajo no vale lo que debiera, quienes brindan un servicio público lo hacen como si de un favor se tratara, el gobernante dice que hizo muchísimo y merece más pero no debate para saber los "cuántos", se reparten dineros públicos como caramelos... todos síntomas del mismo atropello: yo que puedo y tengo, hago lo que me viene en gana y nadie puede cuestionarme.
¿Sabías que si vivís en un sector totalmente urbanizado de la ciudad sos considerado por una empresa de telefonía como habitante de área remota y, no sólo debés esperar meses por una línea -porque son limitadas en esa categoría-, sino que además debés pagar como si vivieras realmente en un paraje remoto?
¿Sabías que alguien en algún rincón de la provincia construyó un puente sobre un río que no existe y todos pagamos por ello?
¿Sabías que durante el último temporal de viento una línea aérea dejó a sus pasajeros varados en Trelew, con opción Buenos Aires, sin hacerse cargo de los costos de traslado hacia nuestra ciudad y sin preocuparse por tener a ninguno de sus muchos empleados brindando explicaciones al respecto en plena madrugada en un destino que no era?
¿Sabías que las personas que fueron a trabajar el último viernes y salieron después de las 9 de la noche no tuvieron transporte público para volver a sus casas? ¿Y que tampoco contaron con ese servicio público los que necesitaban salir de sus casas al día siguiente a primera hora para llegar bien a sus trabajos?
Pero además...
¿Sabías que por más avanzado que esté el siglo el tiempo del otro vale tanto como el tuyo?
¿Sabías que no decir "buen día", "buenas tardes", "por favor", "gracias", "disculpe", sigue siendo una grosería?
¿Sabías que desmerecer el trabajo o la condición del otro, no respetarlo como persona o laburante, te hace un ser miserable?
En este esquema, desde este lugar de rareza, vale preguntarse quiénes somos, para qué se nos necesita si todo el resto del mundo va a su aire y poco le interesa el tuyo. Porque a decir verdad, el aire es todo de ellos.
De los otros.
De los que, a fuerza de prepotencia y billetazos, se imponen sobre el que calla quizás no por sumiso sino porque lo único que cabe decir es lo más extremo. Y todavía sostiene un código en la vida que lo lleva a pensar varias veces antes de hacerlo.
Y pasada la indignación, incluso la bronca, superada la indefensión, rota la resignación y hasta la tristeza, es menester decir que vos y yo, perros verdes de este mundo, somos necesarios para que al menos una pequeña parte de todo siga teniendo sentido.
Si bien nunca he sido una nostálgica de las que enuncian que "todo tiempo pasado fue mejor", en estos días no puedo evitar sentirme un tanto perdida entre tanta maroma que nos dice que las cosas son como son y poco podemos hacer por cambiarlas.
Que he sido y soy una idealista lo confieso y, según la época, con mayor o menor sentido de la realidad. Pero ¿no te pasa últimamente que llegás a un punto cada día en el que te gana la indignación, seguida de un profundo estado de indefensión, cuando ves que los límites que nos protegen como ciudadanos, como trabajadores, como miembros de una sociedad, se vulneran con total impunidad?
Los cambios en las reglas de juego te dejan invariablemente fuera de la que solía ser tu cancha y el dueño de la pelota de ocasión te mira socarrón mientras vos desgranás argumentos para seguir en juego.
El nivel de relajación en cuanto al respeto mínimo y básico llega a lugares insospechados cuando se trata de tu tiempo, de tu trabajo, de lo que elegiste ser y hacer en la vida.
Los cambios llegan no para transformar sino para avasallar, y si acaso osás cuestionar ya no su avance sino el método para el mismo, quedarás bajo una aplanadora de indiferencia que te dejará atrás esgrimiendo razones que poco importan a nadie.
Tu trabajo no vale lo que debiera, quienes brindan un servicio público lo hacen como si de un favor se tratara, el gobernante dice que hizo muchísimo y merece más pero no debate para saber los "cuántos", se reparten dineros públicos como caramelos... todos síntomas del mismo atropello: yo que puedo y tengo, hago lo que me viene en gana y nadie puede cuestionarme.
¿Sabías que si vivís en un sector totalmente urbanizado de la ciudad sos considerado por una empresa de telefonía como habitante de área remota y, no sólo debés esperar meses por una línea -porque son limitadas en esa categoría-, sino que además debés pagar como si vivieras realmente en un paraje remoto?
¿Sabías que alguien en algún rincón de la provincia construyó un puente sobre un río que no existe y todos pagamos por ello?
¿Sabías que durante el último temporal de viento una línea aérea dejó a sus pasajeros varados en Trelew, con opción Buenos Aires, sin hacerse cargo de los costos de traslado hacia nuestra ciudad y sin preocuparse por tener a ninguno de sus muchos empleados brindando explicaciones al respecto en plena madrugada en un destino que no era?
¿Sabías que las personas que fueron a trabajar el último viernes y salieron después de las 9 de la noche no tuvieron transporte público para volver a sus casas? ¿Y que tampoco contaron con ese servicio público los que necesitaban salir de sus casas al día siguiente a primera hora para llegar bien a sus trabajos?
Pero además...
¿Sabías que por más avanzado que esté el siglo el tiempo del otro vale tanto como el tuyo?
¿Sabías que no decir "buen día", "buenas tardes", "por favor", "gracias", "disculpe", sigue siendo una grosería?
¿Sabías que desmerecer el trabajo o la condición del otro, no respetarlo como persona o laburante, te hace un ser miserable?
En este esquema, desde este lugar de rareza, vale preguntarse quiénes somos, para qué se nos necesita si todo el resto del mundo va a su aire y poco le interesa el tuyo. Porque a decir verdad, el aire es todo de ellos.
De los otros.
De los que, a fuerza de prepotencia y billetazos, se imponen sobre el que calla quizás no por sumiso sino porque lo único que cabe decir es lo más extremo. Y todavía sostiene un código en la vida que lo lleva a pensar varias veces antes de hacerlo.
Y pasada la indignación, incluso la bronca, superada la indefensión, rota la resignación y hasta la tristeza, es menester decir que vos y yo, perros verdes de este mundo, somos necesarios para que al menos una pequeña parte de todo siga teniendo sentido.