Los que venimos marchando
De los años transcurridos desde que soy una ciudadana con derecho a votar, he marchado mucho.
Mi primera marcha fue contra el terrorismo, por las víctimas del atentado contra la Embajada de Israel. Era 1992. Recién me había mudado a Buenos Aires y vivía a seis cuadras de la calle Arroyo. El día de la bomba, llegué más tarde de lo acostumbrado y no entendía nada mientras pasaba por calles con vidrios rotos y gente que corría hacia el lugar.
Dos años después, sin paraguas que frenara la lluvia casi constante, marché hacia la Plaza del Congreso luego del atentado contra la AMIA. La amiga que habíamos buscado durante horas sin saber dónde estaba, marchaba al lado mío. La tristeza nos traspasaba. Llorábamos como muchos. No había palabras que describieran nada. Sólo dolor.
Ese día, cerca de donde estábamos paradas en silencio, un grupo intentó agredir a un político. Siempre recuerdo las palabras que decíamos y escuchábamos a nuestro alrededor: “no, no vinimos a eso; no entendieron nada”.
En mi ciudad natal, marché con sus docentes y empleados municipales en lucha, con familias que pedían una terapia intensiva pediátrica, o reclamando el mantenimiento de subsidios patagónicos… Caminé hacia piquetes infranqueables y me senté en otros para saber y contar. Pasé viento y frío de noche en una ocupación ilegal de tierras, y en charlas improvisadas con trabajadores en huelga.
En diferentes ciudades, fui parte de plazas y de columnas. Canté, grité, aplaudí.
Me paré al lado de luchas lejanas muchas veces.
En mis años de periodista relaté sus historias, escuché sus voces. En los que no, busqué llegar a ellas y ser un canal.
Hace unos días, todos vimos cómo se rompen esas marchas. No es nada nuevo ni que no hayamos visto antes. Es una práctica que se reitera y se avala por impunidad y conveniencia.
También es un accionar que algunos miramos con preocupación y hastío: la legitimación de la violencia como expresión, tanto del reclamo como del operativo represor.
Porque estoy en contra, te apedreo. Porque corrés, te disparo. Porque tenés insignia o carnet de algo, te imponés. Porque te conviene, hacés un show sin conciencia. Porque te sirve, dejás que pase y se repita.
Amigos, conocidos, compañeros de militancias sufrieron las corridas, los gases y el miedo. No estaban haciendo más que lo que habían elegido: unos trabajando, otros manifestando una oposición. Nada más. Pero los órdenes se violentan con un fin: el de los que agitan infiernos por conveniencia y encuentran en cada fila a sus colaboradores, por elección o por obediencia. Y esa violencia cuidadosamente construida se cobra víctimas sin importar lados.
En otro capítulo del libro ya leído, cuando la Justicia llega a la escena es tarde. Más de muchas veces, la impunidad ampara a los agitadores y represores por igual, liberados para ejercer su rol en el siguiente caos de vidas y lugares mutilados.
Nada cambiará si no repudiamos toda violencia. Justificar unas porque peores son otras es una trampa. Una en la que estamos cayendo, polarizados y atizados por la política reactiva que sabe muy bien qué gana mientras todos perdemos nuestro derecho a manifestarnos.
Los que venimos marchando tal vez sigamos sumando pasos en otros lugares, en otras plazas, desde diferentes retaguardias. Quizás cambiando de a poco pequeñas realidades, susurrándoles a las conciencias que hay un tiempo que nos pertenece y le debemos un mejor esfuerzo. Tal vez participando en cada espacio que se abre, aunque la esperanza del logro quede mermada por lo que se cede.
Creo en el poder de los que venimos marchando.
Creo en lo que logramos cuando la conciencia de un ciudadano en democracia se hace acción, y participa y vota en consecuencia.
Porque el mundo se nos entrega cada día más para vivir sus transformaciones, cualquiera sea nuestra ideología o pertenencia partidaria. Somos miles de miles. Somos los que esperamos desde siempre.
Si los violentos propios y ajenos nos ganan, les habremos cedido mucho más que una calle: será de ellos todo ese grito que les recuerda a nuestros representantes que todavía tenemos una voz y un espacio público que son nuestros por derecho.