La mirada femenina del poder
Es la frase de la hora. A qué negarlo. Avanzó primero en el continente y ahora está en el umbral de nuestra puerta.
Si lo pensáramos con detenimiento, no debiera existir una mirada femenina ni masculina de nada, y menos del poder. Pero es innegable que la mirada de género todavía tiene mucho por decir en el escenario de igualdades disímiles en el que nos movemos. Y el escenario de la política siempre ha sido más una arena de circo donde nos caben las lentejuelas y acrobacias que los roles dominantes.
¿Habrá caído el famoso techo de cristal que teníamos las chicas en los ruedos políticos? ¿O sólo se habrá corrido un par de metros más arriba en algunas partes para seguir siendo oprimente en otros ruedos? Quizás podríamos suponer que ha dejado, como aquellas ventanas que se abren y cierran para liberar moscas, que al menos una o un par de nosotras cruce la barrera y se confíe diciendo "ahora nos llegó la hora" para luego cerrarse sin previo aviso y dejarlas atrapadas en un territorio no muy poblado de congéneres y casi sin aire.
Recuedo hace un par de años atrás, en una mesa de un café llamado Molly Malone -¿qué ironía, no?-, un grupo de chicas nos juntábamos para organizarnos desde nuestra mirada femenina de las cosas. No se trataba del poder, sino de generar un cambio. Había una funcionaria pública, una ex-funcionaria pública, y dos psicólogas maravillosas con mucha arena pisada en las vueltas de la violencia de género. Y yo, claro, esta pseudo-periodista que se los cuenta. Demás está decir que no logramos mucho más que exorcizar broncas, impotencias y penas. Pero aún así, me gusta pensar que algo de ese espíritu todavía queda, peleando por un cambio más real desde el lugar que nos ha tocado. Y al menos ahora sabemos, con exactitud, que no estamos solas.
De aquellas Chicas Molly también me queda una frase que soltó una cuando todavía nos animábamos a querer revolucionar el avispero comodorense con un seminario de problemática de género.
"Género... ¿cuánto nos cuesta el metro?", disparó casi sin pensarlo. Y la ficha nos cayó a todas.
Y la verdad sea dicha, chicas y chicos, el metro de género nos lo cobran al centímetro.
Si usamos tailleurs coquetos y zapatos de taco. Si combinamos carteras y zapatos. Si, por el contrario, no nos gusta producirnos y vamos a nuestro aire. Si laburamos en cosas de hombres. Si somos la minoría ignorada o la mayoría silente y dominada. Si somos inteligentes y lo demostramos. Si somos fuertes y nos imponemos. Si no
cedemos las posiciones que decidimos defender. Si tenemos que negociar y no nos dejamos avasallar. Si no entramos en el estereotipo de belleza contemporánea. Y si entramos, también. Si nos enojamos y gritamos, si nos emocionamos y lloramos, todo.
Pagamos todo al contado y, muchas veces, con depósitos adelantados.
Ahora, ¿cuánto le costará el metro de género a la Presidenta electa?
Si es claro para muchos que está rodeada de nuevos adeptos que hace dos años la miraban de soslayo y la trataban de loca. Qué digo hace dos años si hasta hoy todavía lo hacen. Si los mismos periodistas de renombre que la entrevistan no ceden a la tentación de paternizarla en las preguntas como si de una Barbie Presidenta se tratara. Si los análisis de los especialistas son más cautelosos de lo que serían con un hombre en el cargo.
¿Y cuánto le costará el metro de género a la líder de la segunda fuerza política?
Con una oposición acostumbrada a los hombres que no pueden ser tildados de mesiánicos, sin importar cuan desmesurados sean. Con la difícil tarea compartida de equilibrar todas las partes en danza y enfrentarlas a una congénere de la manera más constructiva posible.
Pero tal vez la pregunta que me importa más sea cuánto nos costará a todas el metro de género.
Porque, a no dudarlo, del desempeño de estas dos mujeres dependerá mucho futuro de tantas otras que miran el poder y lo piensan posible, más allá de los desafíos del género. De las que creen en una verdadera igualdad, de palabra y de acción. De las que apuestan a lograr alguna vez un cambio para mejor.
El juego está abierto. Quizás esta sea una de las pocas veces que una no piensa "que gane la mejor": ojalá que ganemos todas. Que superemos la prueba de fuego y el techo de cristal se derrumbe para siempre.
Si lo pensáramos con detenimiento, no debiera existir una mirada femenina ni masculina de nada, y menos del poder. Pero es innegable que la mirada de género todavía tiene mucho por decir en el escenario de igualdades disímiles en el que nos movemos. Y el escenario de la política siempre ha sido más una arena de circo donde nos caben las lentejuelas y acrobacias que los roles dominantes.
¿Habrá caído el famoso techo de cristal que teníamos las chicas en los ruedos políticos? ¿O sólo se habrá corrido un par de metros más arriba en algunas partes para seguir siendo oprimente en otros ruedos? Quizás podríamos suponer que ha dejado, como aquellas ventanas que se abren y cierran para liberar moscas, que al menos una o un par de nosotras cruce la barrera y se confíe diciendo "ahora nos llegó la hora" para luego cerrarse sin previo aviso y dejarlas atrapadas en un territorio no muy poblado de congéneres y casi sin aire.
Recuedo hace un par de años atrás, en una mesa de un café llamado Molly Malone -¿qué ironía, no?-, un grupo de chicas nos juntábamos para organizarnos desde nuestra mirada femenina de las cosas. No se trataba del poder, sino de generar un cambio. Había una funcionaria pública, una ex-funcionaria pública, y dos psicólogas maravillosas con mucha arena pisada en las vueltas de la violencia de género. Y yo, claro, esta pseudo-periodista que se los cuenta. Demás está decir que no logramos mucho más que exorcizar broncas, impotencias y penas. Pero aún así, me gusta pensar que algo de ese espíritu todavía queda, peleando por un cambio más real desde el lugar que nos ha tocado. Y al menos ahora sabemos, con exactitud, que no estamos solas.
De aquellas Chicas Molly también me queda una frase que soltó una cuando todavía nos animábamos a querer revolucionar el avispero comodorense con un seminario de problemática de género.
"Género... ¿cuánto nos cuesta el metro?", disparó casi sin pensarlo. Y la ficha nos cayó a todas.
Y la verdad sea dicha, chicas y chicos, el metro de género nos lo cobran al centímetro.
Si usamos tailleurs coquetos y zapatos de taco. Si combinamos carteras y zapatos. Si, por el contrario, no nos gusta producirnos y vamos a nuestro aire. Si laburamos en cosas de hombres. Si somos la minoría ignorada o la mayoría silente y dominada. Si somos inteligentes y lo demostramos. Si somos fuertes y nos imponemos. Si no
cedemos las posiciones que decidimos defender. Si tenemos que negociar y no nos dejamos avasallar. Si no entramos en el estereotipo de belleza contemporánea. Y si entramos, también. Si nos enojamos y gritamos, si nos emocionamos y lloramos, todo.
Pagamos todo al contado y, muchas veces, con depósitos adelantados.
Ahora, ¿cuánto le costará el metro de género a la Presidenta electa?
Si es claro para muchos que está rodeada de nuevos adeptos que hace dos años la miraban de soslayo y la trataban de loca. Qué digo hace dos años si hasta hoy todavía lo hacen. Si los mismos periodistas de renombre que la entrevistan no ceden a la tentación de paternizarla en las preguntas como si de una Barbie Presidenta se tratara. Si los análisis de los especialistas son más cautelosos de lo que serían con un hombre en el cargo.
¿Y cuánto le costará el metro de género a la líder de la segunda fuerza política?
Con una oposición acostumbrada a los hombres que no pueden ser tildados de mesiánicos, sin importar cuan desmesurados sean. Con la difícil tarea compartida de equilibrar todas las partes en danza y enfrentarlas a una congénere de la manera más constructiva posible.
Pero tal vez la pregunta que me importa más sea cuánto nos costará a todas el metro de género.
Porque, a no dudarlo, del desempeño de estas dos mujeres dependerá mucho futuro de tantas otras que miran el poder y lo piensan posible, más allá de los desafíos del género. De las que creen en una verdadera igualdad, de palabra y de acción. De las que apuestan a lograr alguna vez un cambio para mejor.
El juego está abierto. Quizás esta sea una de las pocas veces que una no piensa "que gane la mejor": ojalá que ganemos todas. Que superemos la prueba de fuego y el techo de cristal se derrumbe para siempre.