Muerte a los violentos
La frase del título la escuché hace muchos años de boca de un periodista deportivo y la recuerdo cada vez que alguien, alzando la bandera de la única verdad, se siente dueño de eliminar a quien no esté aferrado al mismo mástil. Pero en el Comodoro de hoy, esta frase ya es un slogan literal.
Ya no es secreto para nadie que los esfuerzos en torno a disipar la sensación de inseguridad en nuestra ciudad han sido, sino vanos, al menos no los esperados.
El enfrentamiento de dos grupos antagónicos en el Barrio Moure en las últimas horas ha dejado como implicados o detenidos a varios involucrados en el Plan de Seguridad Participativa desde hace 4 años.
Una persona ha muerto. Quizás un delincuente, sí. Pero sobre todo una persona. Muchas más viven con miedo. Tantas otras ya han vivido en carne propia el terrible oficio de ser víctimas.
Y no es un fenómeno que se produzca sólo en ese barrio.
En las calles céntricas de la ciudad, a no más de 10 cuadras del edificio municipal, ya no es posible caminar seguro después de las 22 horas y comienza a tornarse una tarea de riesgo tener un comercio abierto aún en las arterias más transitadas.
Al imperio de la inseguridad a toda hora y en todo lugar se suma un fenómeno social: el de la tolerancia cero entendida como violencia al 100 por ciento.
Es todo un impacto leer la versión digital de uno de los diarios locales para tomar la muestra.
Más del 80% de los comentarios de usuarios sobre hechos de inseguridad pugna por soluciones mesiánicas como “matarlos a todos”, delirantes como “envenenar los cargamentos de droga”, o directamente utópicas como “dejarlos en una isla para que se maten entre ellos”. Reclaman escuadrones de la muerte, militares en las calles y festejan las víctimas mortales. No hay lugar para el derecho a una defensa legal ni para el principio universal de que cualquiera es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Ante el accionar de jueces y abogados –algunos poco afortunados, hay que decirlo- aseguran que de ser las víctimas familiares y amigos de esos jueces, abogados, políticos, policías y demás, las soluciones serían más inmediatas.
Es un argumento dudoso y peligroso, que roza en el deseo muchas veces explícito de que esas personas sean víctimas de crímenes aberrantes y no tan sólo robos menores, pero se esgrime con total naturalidad, como si partiera de la no-violencia.
Creer que esta es sólo una muestra de un grupo sectario es engañarse. Cada vez más las mismas expresiones aparecen en las charlas con amigos, en las mesas de café, en la rueda de las reuniones. Todos tienen una historia para contar, propia o cercana, y la conclusión es tan extrema como las citadas.
Si hace cuatro años la inseguridad era una sensación, hoy queda poco margen para lo sensorial.
Por cierto que no ayuda que algunos intolerantes decidan incendiar el auto de un periodista radial a plena luz del día en una de las zonas comerciales más activas de la ciudad, o que otros -quizás inspirados por la impunidad de los primeros- decidan hacer lo propio frente a una comisaría de la zona norte o en una ciudad cercana mientras lo filman con sus celulares para subirlo a la red.
Ante este escenario pseudo-bélico, la sociedad poco a poco va perdiendo su cariz de civilización y se sumerge así en una tribu primitiva, en la que los diferentes son rechazados de plano, los forasteros son sospechados, y se busca un dictamen único y supremo que brinde todas las soluciones y determine las acciones a seguir.
Hoy por hoy, los inmigrantes sudamericanos llevan en sus caras el estigma de esta sospecha. Ellos son los causantes de todos los males, de la pérdida de los viejos tiempos en los que la ciudad tenía 150.000 habitantes menos y nos conocíamos todos. Las asociaciones intermedias que nuclean a las diferentes colectividades extranjeras, lo mismo que las representaciones consulares, se mantienen silentes ante la discriminación, sin siquiera reconocer que es un síntoma de intolerancia que puede volverse contra todo y todos. A nadie le consta a nivel público que los criminales sean bolivianos, paraguayos, chilenos, peruanos o argentinos, pero en el imaginario colectivo son tan sudacas peligrosos y vagos como aquellos que solían ser culpables de los delitos urbanos en la España aterrada por la ola inmigratoria de hace 10 años atrás.
Se suma a este ánimo la falta de liderazgo efectivo de los actuales mandatarios, que han caído en la trampa de buscar un progreso desde la administración de los recursos cuando la problemática que enfrentan ya no depende de esos números. Más allá del incremento de efectivos policiales, los planes de contención o las reformas procesales, el problema ha llegado para quedarse y empeorar.
Sin soluciones y sin líderes, los habitantes de esta ciudad se extravían y muchos ya optan por la seguridad de barrios semi-cerrados o directamente privados hacia el sur. Quienes no tienen los medios económicos para encarar ese éxodo buscan irse de los barrios más conflictivos o deciden vivir encerrados, en la peor resignación.
El reino de la intolerancia siempre ha sido patrimonio nacional, pero por estos lares afiló sus garras durante la bonanza petrolera, cuando a fuerza de prepotencia se obtuvieron avances en materia laboral que no supieron materializarse en proyecciones a futuro, ni a nivel individual, ni sindical, ni político, ni empresarial.
Hoy esa actitud se ha esparcido como aceite, impregnando todos los estratos sociales y las acciones de cada uno de ellos.
Si no puedo obtener una casa, tomo terrenos de forma ilegal. Si no puedo negociar hablando, corto una ruta. Si no puedo crear un espacio político legítimo, saboteo las gestiones. Si no puedo tener lo que quiero, lo robo. Si no puedo distinguirme por mi esfuerzo, incendio y destruyo.
Junto a la intolerancia, el resentimiento amenaza a crear cotos en los que será “nosotros” contra “ellos”. Para muestra baste tomar en cuenta que es casi imposible expresar una idea que vaya contra la corriente imperante sin ser apaleado.
Comodorenses contra inmigrantes. Petroleros contra no-petroleros. Ocupas contra trabajadores. Ricos contra pobres. Pobres contra pobres. No hay lugar para el pensamiento, el análisis, ni la negociación.
Es menester que tanto gobernantes como legisladores y jueces despierten a la realidad desde donde las voces ciudadanas los juzgan con justa dureza y les piden –porque todavía piden- que el esfuerzo sea conjunto, que las reformas necesarias se materialicen, y que den muestras de trabajar para y con el pueblo.
La letra de la ley existe para ser respetada, pero también modificada según los tiempos y aplicada con el sentido común. ¿Es acaso posible creer que existe un criterio basado en la realidad, más allá de la ley escrita, que permita al niño-criminal más famoso de la ciudad quedar en libertad tras su última fechoría con la prohibición de salir de noche?
Es inaudito que el propio Poder Judicial carezca de los reflejos para al menos plantear una genuina preocupación pública ante estos casos y proponer reformas.
La siesta de quienes tienen la responsabilidad de generar cambios desde el poder ha empujado a esta sociedad a un peligroso punto de no retorno. No entenderlo así es la última irresponsabilidad.
Como sociedad también nos debemos despertarnos del letargo de una democracia entendida como “sólo urna y votos”. La democracia como forma de vida requiere de ciudadanos activos y comprometidos, utilizando los canales de comunicación con sus representantes, presionando a través de instituciones intermedias en defensa de sus intereses, denunciando. Ningún representante dudaría en cumplir sus funciones ante una ciudadanía movilizada.
Como alguna vez dijo Gandhi, “ojo por ojo y el mundo se quedará ciego”.
La justicia por mano propia es sólo para los personajes de cómic y no para personas que han elegido vivir en sociedad. La búsqueda de un héroe justiciero que nos salve de todos los males también vive en ese terreno donde la imaginación todo lo puede. Los delincuentes no se matarán entre ellos, ni se aniquilarán de la noche a la mañana consumiendo drogas envenenadas.
Estarán ahí y está en nosotros tomar las riendas de este desafío que nos presenta nuestra ciudad, seamos sus habitantes nativos o por opción.
El camino no es corto ni simple, el dolor y la indefensión de las víctimas y sus familias es innegable, pero el mundo nos muestra miles de ejemplos en los que el cambio ha sido posible.
Tolerancia cero, quizás. Pero sin un muerto más. Y entendiendo que la violencia nunca es el camino.
Ya no es secreto para nadie que los esfuerzos en torno a disipar la sensación de inseguridad en nuestra ciudad han sido, sino vanos, al menos no los esperados.
El enfrentamiento de dos grupos antagónicos en el Barrio Moure en las últimas horas ha dejado como implicados o detenidos a varios involucrados en el Plan de Seguridad Participativa desde hace 4 años.
Una persona ha muerto. Quizás un delincuente, sí. Pero sobre todo una persona. Muchas más viven con miedo. Tantas otras ya han vivido en carne propia el terrible oficio de ser víctimas.
Y no es un fenómeno que se produzca sólo en ese barrio.
En las calles céntricas de la ciudad, a no más de 10 cuadras del edificio municipal, ya no es posible caminar seguro después de las 22 horas y comienza a tornarse una tarea de riesgo tener un comercio abierto aún en las arterias más transitadas.
Al imperio de la inseguridad a toda hora y en todo lugar se suma un fenómeno social: el de la tolerancia cero entendida como violencia al 100 por ciento.
Es todo un impacto leer la versión digital de uno de los diarios locales para tomar la muestra.
Más del 80% de los comentarios de usuarios sobre hechos de inseguridad pugna por soluciones mesiánicas como “matarlos a todos”, delirantes como “envenenar los cargamentos de droga”, o directamente utópicas como “dejarlos en una isla para que se maten entre ellos”. Reclaman escuadrones de la muerte, militares en las calles y festejan las víctimas mortales. No hay lugar para el derecho a una defensa legal ni para el principio universal de que cualquiera es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Ante el accionar de jueces y abogados –algunos poco afortunados, hay que decirlo- aseguran que de ser las víctimas familiares y amigos de esos jueces, abogados, políticos, policías y demás, las soluciones serían más inmediatas.
Es un argumento dudoso y peligroso, que roza en el deseo muchas veces explícito de que esas personas sean víctimas de crímenes aberrantes y no tan sólo robos menores, pero se esgrime con total naturalidad, como si partiera de la no-violencia.
Creer que esta es sólo una muestra de un grupo sectario es engañarse. Cada vez más las mismas expresiones aparecen en las charlas con amigos, en las mesas de café, en la rueda de las reuniones. Todos tienen una historia para contar, propia o cercana, y la conclusión es tan extrema como las citadas.
Si hace cuatro años la inseguridad era una sensación, hoy queda poco margen para lo sensorial.
Por cierto que no ayuda que algunos intolerantes decidan incendiar el auto de un periodista radial a plena luz del día en una de las zonas comerciales más activas de la ciudad, o que otros -quizás inspirados por la impunidad de los primeros- decidan hacer lo propio frente a una comisaría de la zona norte o en una ciudad cercana mientras lo filman con sus celulares para subirlo a la red.
Ante este escenario pseudo-bélico, la sociedad poco a poco va perdiendo su cariz de civilización y se sumerge así en una tribu primitiva, en la que los diferentes son rechazados de plano, los forasteros son sospechados, y se busca un dictamen único y supremo que brinde todas las soluciones y determine las acciones a seguir.
Hoy por hoy, los inmigrantes sudamericanos llevan en sus caras el estigma de esta sospecha. Ellos son los causantes de todos los males, de la pérdida de los viejos tiempos en los que la ciudad tenía 150.000 habitantes menos y nos conocíamos todos. Las asociaciones intermedias que nuclean a las diferentes colectividades extranjeras, lo mismo que las representaciones consulares, se mantienen silentes ante la discriminación, sin siquiera reconocer que es un síntoma de intolerancia que puede volverse contra todo y todos. A nadie le consta a nivel público que los criminales sean bolivianos, paraguayos, chilenos, peruanos o argentinos, pero en el imaginario colectivo son tan sudacas peligrosos y vagos como aquellos que solían ser culpables de los delitos urbanos en la España aterrada por la ola inmigratoria de hace 10 años atrás.
Se suma a este ánimo la falta de liderazgo efectivo de los actuales mandatarios, que han caído en la trampa de buscar un progreso desde la administración de los recursos cuando la problemática que enfrentan ya no depende de esos números. Más allá del incremento de efectivos policiales, los planes de contención o las reformas procesales, el problema ha llegado para quedarse y empeorar.
Sin soluciones y sin líderes, los habitantes de esta ciudad se extravían y muchos ya optan por la seguridad de barrios semi-cerrados o directamente privados hacia el sur. Quienes no tienen los medios económicos para encarar ese éxodo buscan irse de los barrios más conflictivos o deciden vivir encerrados, en la peor resignación.
El reino de la intolerancia siempre ha sido patrimonio nacional, pero por estos lares afiló sus garras durante la bonanza petrolera, cuando a fuerza de prepotencia se obtuvieron avances en materia laboral que no supieron materializarse en proyecciones a futuro, ni a nivel individual, ni sindical, ni político, ni empresarial.
Hoy esa actitud se ha esparcido como aceite, impregnando todos los estratos sociales y las acciones de cada uno de ellos.
Si no puedo obtener una casa, tomo terrenos de forma ilegal. Si no puedo negociar hablando, corto una ruta. Si no puedo crear un espacio político legítimo, saboteo las gestiones. Si no puedo tener lo que quiero, lo robo. Si no puedo distinguirme por mi esfuerzo, incendio y destruyo.
Junto a la intolerancia, el resentimiento amenaza a crear cotos en los que será “nosotros” contra “ellos”. Para muestra baste tomar en cuenta que es casi imposible expresar una idea que vaya contra la corriente imperante sin ser apaleado.
Comodorenses contra inmigrantes. Petroleros contra no-petroleros. Ocupas contra trabajadores. Ricos contra pobres. Pobres contra pobres. No hay lugar para el pensamiento, el análisis, ni la negociación.
Es menester que tanto gobernantes como legisladores y jueces despierten a la realidad desde donde las voces ciudadanas los juzgan con justa dureza y les piden –porque todavía piden- que el esfuerzo sea conjunto, que las reformas necesarias se materialicen, y que den muestras de trabajar para y con el pueblo.
La letra de la ley existe para ser respetada, pero también modificada según los tiempos y aplicada con el sentido común. ¿Es acaso posible creer que existe un criterio basado en la realidad, más allá de la ley escrita, que permita al niño-criminal más famoso de la ciudad quedar en libertad tras su última fechoría con la prohibición de salir de noche?
Es inaudito que el propio Poder Judicial carezca de los reflejos para al menos plantear una genuina preocupación pública ante estos casos y proponer reformas.
La siesta de quienes tienen la responsabilidad de generar cambios desde el poder ha empujado a esta sociedad a un peligroso punto de no retorno. No entenderlo así es la última irresponsabilidad.
Como sociedad también nos debemos despertarnos del letargo de una democracia entendida como “sólo urna y votos”. La democracia como forma de vida requiere de ciudadanos activos y comprometidos, utilizando los canales de comunicación con sus representantes, presionando a través de instituciones intermedias en defensa de sus intereses, denunciando. Ningún representante dudaría en cumplir sus funciones ante una ciudadanía movilizada.
Como alguna vez dijo Gandhi, “ojo por ojo y el mundo se quedará ciego”.
La justicia por mano propia es sólo para los personajes de cómic y no para personas que han elegido vivir en sociedad. La búsqueda de un héroe justiciero que nos salve de todos los males también vive en ese terreno donde la imaginación todo lo puede. Los delincuentes no se matarán entre ellos, ni se aniquilarán de la noche a la mañana consumiendo drogas envenenadas.
Estarán ahí y está en nosotros tomar las riendas de este desafío que nos presenta nuestra ciudad, seamos sus habitantes nativos o por opción.
El camino no es corto ni simple, el dolor y la indefensión de las víctimas y sus familias es innegable, pero el mundo nos muestra miles de ejemplos en los que el cambio ha sido posible.
Tolerancia cero, quizás. Pero sin un muerto más. Y entendiendo que la violencia nunca es el camino.