Saber luchar
“A veces en la vida hay que saber luchar no sólo sin miedo, sino también sin esperanza”
Sandro Pertini
De todas las columnas escritas en estos años, la que me ha traído devoluciones más conmovedoras ha sido la última.
Todos los que se tomaron un rato para compartir su ánimo, me contaron entre tímidos y confidentes, de luchas y de esperanzas, de encantos y resistencias. Y este mínimo ser, al decir de Neruda, se emocionó frente a la pantalla pensando en qué habría detrás de tanto anhelo por tiempos mejores. Como no puedo especular con el de ustedes, vuelco aquí el mío… y pienso que quizás, una vez más, el milagro exista y coincidamos.
La frase que arranca estas letras me asaltó desde la página de mi agenda esta semana. (Sí, todavía soy de esos bichos raros que se resisten a extinguir el hábito de garabatear planes, gastos, ideas y cumpleaños en un papel.)
Serendipia o nada, vino a caber en estos días en los que al menos algunos comodorenses vimos cómo la puja por el poder puede tener ojos de un monstruo casi olvidado.
Una de las arenas político-mediáticas más entreveradas de los últimos años nos ha dejado en un páramo en el que la realidad más manifiesta ha sido que los jóvenes líderes no han logrado cambiar nada. Ni las formas, ni las arengas, ni los métodos, ni las prácticas.
Perdidos de valores que muchos creíamos patrimonio de la nueva política, los miramos preguntándonos si acaso podremos habernos equivocado tanto.
Ciegos ante las necesidades reales, sordos de razones, mudos de diálogo, no alcanzan a tocar el nervio popular y arrugan narices cuando la carta recibida no ayuda a la jugada.
Y quizás sea un trago aún más amargo saber que no hemos sido muchos los que nos quedamos atónitos ante esta avanzada.
Ante el poder que invoca democracias para instituirse y le resulta despreciable un ciudadano en la calle.
Ante los dirigentes que versean institucionalidad y no dudan al reclamar censuras.
Ante las instituciones que callan u otorgan, al son de un favoritismo monetario tan fugaz como caprichoso y demandante.
Como en toda madeja de interrogantes, tal vez no haya respuestas directas y claras.
Del blanco al negro, todos los grises, y el punto sobre las íes borroneándose con el codo.
A veces es desmoralizante pararse en estos escenarios miopes que no vislumbran un horizonte y prefieren repetir pasos erróneos antes que la aventura de probar los errantes.
Pero no me resigno.
Algo en mi no termina de aceptar que estas sean las reglas del juego, que el tablero no tenga una vuelta más, que las fichas ya estén todas jugadas.
Al son de un redoblante interno al que hoy me obligo sin ganas, propongo que luchemos.
Luchemos sin miedo, sin esperanza, con la frente alta y la vida a cuestas.
Pequeños, tambaleantes, turistas de nuestros logros fugaces, locales de nuestras miserias.
Luchemos hasta que volvamos a creer, a ser valientes.
Luchemos hasta hacernos fuertes, resilientes, aves fénix de nuestros sueños en nuestro pozo de cenizas.
Luchemos hasta inspirar a nuestros líderes que no lideran, a nuestros referentes sin norte, a nuestros modelos imperfectos, efímeros y casi siempre en fuga.
Luchemos hasta avergonzar al que la mira desde el sillón, al que se beneficia sin poner el cuerpo, al que se queja sin entender más que su pena, al que vende su intelecto.
Luchemos hasta la última lágrima, la última garra, el último grito, sabiendo que siempre hay un puente más que nadie ha quemado y nos llevará a salvo hasta la otra orilla.
Luchemos hasta ser conscientes de nuestra fuerza para parir cambios.
Esta es la única manera en la que concibo la no esperanza.
La otra se me hace desoladora y definitivamente triste.
Sandro Pertini
De todas las columnas escritas en estos años, la que me ha traído devoluciones más conmovedoras ha sido la última.
Todos los que se tomaron un rato para compartir su ánimo, me contaron entre tímidos y confidentes, de luchas y de esperanzas, de encantos y resistencias. Y este mínimo ser, al decir de Neruda, se emocionó frente a la pantalla pensando en qué habría detrás de tanto anhelo por tiempos mejores. Como no puedo especular con el de ustedes, vuelco aquí el mío… y pienso que quizás, una vez más, el milagro exista y coincidamos.
La frase que arranca estas letras me asaltó desde la página de mi agenda esta semana. (Sí, todavía soy de esos bichos raros que se resisten a extinguir el hábito de garabatear planes, gastos, ideas y cumpleaños en un papel.)
Serendipia o nada, vino a caber en estos días en los que al menos algunos comodorenses vimos cómo la puja por el poder puede tener ojos de un monstruo casi olvidado.
Una de las arenas político-mediáticas más entreveradas de los últimos años nos ha dejado en un páramo en el que la realidad más manifiesta ha sido que los jóvenes líderes no han logrado cambiar nada. Ni las formas, ni las arengas, ni los métodos, ni las prácticas.
Perdidos de valores que muchos creíamos patrimonio de la nueva política, los miramos preguntándonos si acaso podremos habernos equivocado tanto.
Ciegos ante las necesidades reales, sordos de razones, mudos de diálogo, no alcanzan a tocar el nervio popular y arrugan narices cuando la carta recibida no ayuda a la jugada.
Y quizás sea un trago aún más amargo saber que no hemos sido muchos los que nos quedamos atónitos ante esta avanzada.
Ante el poder que invoca democracias para instituirse y le resulta despreciable un ciudadano en la calle.
Ante los dirigentes que versean institucionalidad y no dudan al reclamar censuras.
Ante las instituciones que callan u otorgan, al son de un favoritismo monetario tan fugaz como caprichoso y demandante.
Como en toda madeja de interrogantes, tal vez no haya respuestas directas y claras.
Del blanco al negro, todos los grises, y el punto sobre las íes borroneándose con el codo.
A veces es desmoralizante pararse en estos escenarios miopes que no vislumbran un horizonte y prefieren repetir pasos erróneos antes que la aventura de probar los errantes.
Pero no me resigno.
Algo en mi no termina de aceptar que estas sean las reglas del juego, que el tablero no tenga una vuelta más, que las fichas ya estén todas jugadas.
Al son de un redoblante interno al que hoy me obligo sin ganas, propongo que luchemos.
Luchemos sin miedo, sin esperanza, con la frente alta y la vida a cuestas.
Pequeños, tambaleantes, turistas de nuestros logros fugaces, locales de nuestras miserias.
Luchemos hasta que volvamos a creer, a ser valientes.
Luchemos hasta hacernos fuertes, resilientes, aves fénix de nuestros sueños en nuestro pozo de cenizas.
Luchemos hasta inspirar a nuestros líderes que no lideran, a nuestros referentes sin norte, a nuestros modelos imperfectos, efímeros y casi siempre en fuga.
Luchemos hasta avergonzar al que la mira desde el sillón, al que se beneficia sin poner el cuerpo, al que se queja sin entender más que su pena, al que vende su intelecto.
Luchemos hasta la última lágrima, la última garra, el último grito, sabiendo que siempre hay un puente más que nadie ha quemado y nos llevará a salvo hasta la otra orilla.
Luchemos hasta ser conscientes de nuestra fuerza para parir cambios.
Esta es la única manera en la que concibo la no esperanza.
La otra se me hace desoladora y definitivamente triste.