Mil Cristinas

Los chicos malos. 30 de diciembre de 2010.

Un año y días fuera de todo micrófono.

En el medio, la historia política de la provincia sangró, tembló, se destruyó, se recreó y volvió a sangrar de nuevo. Todavía es incierto en qué vereda dejarán las últimas réplicas a leales, neo-leales, y traidores.

Cada tanto, ante una declaración demasiado arriesgada o un toreo incierto, me pregunto si es que todavía importa. Quizás todo derive en lo anecdótico y esta página sea la de un libro dejado realmente atrás, hasta que algún escenario necesite rescatarlo del estante.

En algún punto de ese trayecto, quizás me cansé de intentar decir algo sobre todo aquello o el resto que siempre es resto.

Primero dejé de escribir, después dejé de radiar, después dejé mi ciudad y mi provincia, y ahora que miro ese camino desde una nueva salida me pregunto si los altares ante los que cayó el silencio eran tales, ahora que los dioses ya no lo son tanto.

Para estas fechas de 2010, un amigo -de esos que son más voces en el momento indicado que presencias constantes- me escribía relatando su camino, alejado por elección del foro público, y compartía conmigo su decisión de no callar más. Quería dejar de ser un idiota. No de estos, tan posmodernos, que conocemos todos; sino de aquellos de la antigüedad clásica que eran mirados con desdén por desentenderse de la cosa pública.

Estos días he pensado mucho sobre los meses fuera de micrófono y la forma de idiotismo elegida. Me pregunto cómo re-descubrirle el sentido a quedarse contando miradas del paisaje cuando terminan en la mesa de saldos y valiendo nada; cómo re-encantarme con el solo gusto del relato por sí mismo.

Más allá de las incertidumbres, decido encarar esta vuelta segura de que las listas negras y los etiquetados exiliantes son buenos maestros. He de reconocerlo: se sabe adentro cuándo es tiempo de volver.

Entonces… apago la luz de aire, me quedo fuera de micrófono y pienso en las historias que fui guardando por si este rato llegaba.

Entre todas, elijo empezar por una que me ronda como duda y militancia desde hace ya un tiempo.


Mientras termino esta columna, Cristina ganó dos veces, reasumió y le puso cara a lo que llegue, mientras Beatriz es tercera en la línea de sucesión presidencial.

Un poco más al sur, Rossana llegó a la Intendencia impensada, Mariví sigue defendiendo una gestión en la que cree y Gabriela se quedó con un Ministerio crucial. Ica preside un bloque, Gilda otro, cada una con su identidad política. Ana comanda una secretaría clave, Zulma alerta ante el avance minero, María Eva milita y milita.

Son mujeres diferentes, con caminos distintos, con dominios disímiles cada una de ellas.
Acertadas o no, queridas o temidas, sostenidas o desdeñadas, respetadas o ninguneadas.
Son mujeres que creen en la política como ruedo, en el no idiotismo, en las transformaciones.

Se enfrentan a códigos, mesas chicas, lenguajes, y hasta a relatores de la supuesta realidad demasiado acostumbrados a analizar el mundo desde su género y su óptica.
Defienden la bandera política y de militancia en la que creen.
Sostienen sus discursos con trabajo y con argumentos.
Son tan buenas como cualquiera, son tan malas como cualquiera.

Toda vez que alguien atina a remarcar que no son suficientes, el dedo señala solo un dato de la realidad: la Presidente de la Nación es una mujer.
Suele ser el punto y aparte de muchas discusiones que obvian de plano otro dato: una vale mucho, miles es mejor.

Cierto es que la sola existencia de una Presidente de la Nación cambia mucha dialéctica y mueve, más que las fichas, el propio tablero del poder.

Los lenguajes, los modos, los parámetros han ido mostrando de a poco un ajuste largamente debido. Así lo han entendido con el paso de los años muchos actores, relatores y lectores de la siempre compleja política nacional. Aún sí -todavía más que muchas veces- la carga cultural sigue siendo un lastre y los discursos se ensucian, los golpes son más que bajos y el palito de impedir queda trabado invariablemente en la rueda.

“El género pesa”, dice una voz cercana estos días de nombramientos de Vanesas y Paulas. Y asiento, sonrío, y pienso que sí y que es bueno que pese. Aunque también reconozco que para aquellas que están mucho más abajo en la red, más alejadas de los polos de transformación del poder político central y con mucho más señor feudal antes que referente pisándole la cabeza, la historia cambia demasiado lento.

Siempre he sostenido que voy a creer en la igualdad plena cuando una mujer no tenga que demostrar ser “la mujer maravilla” y portar más chapa de excelencia que cualquier hombre para asumir el compromiso de una función pública.

Capacidad, compromiso y trabajo debieran ser una tríada igualadora, aunque pocas veces lo es.


Mientras ese día llega, o quizás para que llegue, es necesario que florezcan mil Cristinas.

Que tomen cada silla de cada acto de cada unidad básica, comité, sede o agrupación.

Que sean oradoras, arengadoras e inspiradoras, que tengan una voz presente en cada foro que les y se habiliten.

Que se eduquen, se capaciten, se formen en lo que sientan necesario para ocupar sus lugares en las mesas de decisión. Tanto que se sienta desde las estructuras que las contienen que esos espacios deben ser creados como necesidad y no como opción espasmódica ante cada 8 de marzo.

Que reclamen su derecho a las bancas por mucho más que un cupo; su derecho a las presidencias de bloques, de comisiones, de cuerpos legislativos enteros.

Que sientan suyo cada espacio de terceras, segundas y primeras líneas de la administración pública, y que lo luchen hasta ocuparlo.

Que cabildeen por proyectos, que los discutan, reformen, voten y firmen, que los implementen y conviertan en realidades.

Que se multipliquen las Alicias, Nildas y Déboras hasta que los gabinetes municipales y provinciales no sean igualitarios si no están ellas junto a los hombres, a la par.

Que sean contempladas por los medios de comunicación en sus mesas editoriales, en sus micrófonos, cámaras y plumas, con la misma relevancia con la que se visibiliza a referentes masculinos.

Que sean reconocidas en sus trabajos con igualdad plena, tanto en acceso a posiciones como en salarios y en capacidad para enfrentar cualquier tarea.

Que sean las que eduquen como madres a hombres y mujeres para esa igualdad.

Que cambien la matriz de una sociedad que aprenda y aprehenda esos nuevos roles como lógicos, naturales, justos.


Los “mientras tanto” no son permanentes y, en este en particular, ya se ha recorrido mucho camino y son un tiempo acabado.


Eva Perón dejó el voto femenino en nuestras manos.
Más allá de la coyuntura, fue un legado que ha atravesado ideologías a la vez que décadas.

Nunca volvió a existir una mujer tan políticamente poderosa… hasta ahora.

El empoderamiento de las mujeres viene asomando como el legado político transversal de “esta mujer”, como algunos todavía la llaman.
Como género, estamos ante una oportunidad histórica.

No puedo sino desear que más allá de las acciones, los nombramientos y los gestos, aparezca también este avance en la forma de una ley que garantice acceso y verdadera igualdad, más que un cupo. Que esas llegadas tengan un flujo permanente que permita afianzar el cambio en todos los niveles y sacarlo del terreno de lo discutible.

Y entonces, ya sin techos de cristal siempre disfrazados, que florezcan mil Cristinas.