Cuentos para no dormirse

“Es importante seguir leyendo sin juzgar. Si se comienza a dividir entre buenos y malos, otra vez, el cerebro genera un arco de violencia que es lo más peligroso. Los ‘anti’ y los ‘ismos’, cuando recurren a la violencia muestran la primera punta de la enfermedad mental. El individuo violento no puede ser considerado sano, nunca.”
José Covalschi

En estos últimos quince días, dos historias sobre libros y lectores asomaron en mi Twitter.
La primera vino de Marcelo, quien contó sobre cómo había llegado a la Patagonia la primera edición de “Alicia en el País de las Maravillas” y de su portadora, que encontró en esas páginas un puente con su nuevo mundo.
Hace apenas unas noches atrás, Paula comunicaba la continuidad de una tradición de sus padres a ella y de ella a sus hijos. “El Principito” encontrado en su vieja biblioteca le recordaba con una dedicatoria de sus padres que había sido su primer libro. Ella decidió entonces fundar para cada uno de sus hijos una biblioteca con un primer libro dedicado y que luego ellos siguieran su rumbo.

Me gustaron mucho estas historias de lectores, como amo profundamente leer y a mis cientos de libros. En cada uno de ellos he encontrado pensamiento, acción, inspiración, duda, coraje, decisión, consuelo, magia y encantamientos con la vida que nos pasa. En muchos encontré espejos que me devolvieron una parte de mi a cambiar, mejorar, resaltar y reinventar.

Las formas que han tomado los libros han mutado hasta las historias en 140, linkeadas, en .pdf y páginas-pantallas. Han vuelto, de forma increíble, a esos ámbitos donde ni siquiera son papel sino palabra compartida en rueda, como era en un principio. Sin embargo, entre lo palpable y lo virtual, la brecha que genera el debate sobre qué “está bien” leer y hacer con ello sigue inmutable.

A los nueve años leía Amado Nervo. Se lo observaron a mi mamá con un “¡mirá lo que lee tu hija!”. Por suerte, ignoró el reproche y ese autor me acompañó por años.
Por estos días se agita un debate sobre los contenidos adecuados para el ámbito escolar. Adoctrinamiento, fascismo, dictaduras, política sí o política no. Son marañas demasiado complejas para ovillar en estos tiempos de “ismos” y “antis”. Pero una amenaza más simple que subyace a las etiquetas es un argumento demasiado repetido para el propio bien de una democracia: la creencia de que toda oposición –o ruidito altisonante, o pensamiento-  no es propia sino arengada por uno y seguida por monos ciegos-sordos-mudos de a cientos.

¿Qué leen los chicos de este tiempo? Lo que quieren.
Por lo que he visto a mi alrededor en los últimos años, son muchos los que hoy crecen en ese escenario que ve a la Justicia como aniquilación, a la violencia y extorsión como medios para resolver conflictos, observa a la pluralidad y aceptación de la diferencia como debilidades, y a su contención como preservación de un orden justo.
No es una enunciación vacía. Hace años que es una realidad, pero hoy la violencia es más gráfica que un “pow!” de historieta o una descripción librada a la imaginación. Los chicos acceden a ella con menos filtros que nosotros y en un rango que lo cubre casi todo. Aún así, muchos se rescatan a sí mismos del credo imperante o lo transforman hacia un mejor lugar.

Con el activismo cívico, sindical y político pasa lo mismo.
Hace mil años una maestra de primaria me contó por qué estaba bien que se hiciera un paro docente, cuáles eran las carencias y los reclamos. Fue un escándalo.
Hace unos años marché con mi tía maestra, y su hermana con sus hijas chiquitas, en la última gran lucha docente en Comodoro Rivadavia. Esas nenas llevaban latas con piedras y una preguntaba cuándo íbamos a cantar “la del enano gorilón”. Esa realidad era parte de sus vidas y conocían sus por qués. Era natural.
Hoy las familias de un trabajador o trabajadora en conflicto son parte del reclamo activo en sitios, cortes de ruta y manifestaciones.

Hace una campaña atrás, tres generaciones se sentaron alrededor de una mesa a doblar votos para una elección. Antes habían caminado juntas los barrios de la ciudad. La más joven mamó esa militancia desde la infancia y ahí estaba, con su pensamiento crítico intacto y formado, eligiendo de nuevo ese lugar con libertad.

¿Nos preguntamos por qué la lucha ambientalista tiene a niños, adolescentes y jóvenes entre sus filas y actividades? No debiéramos, aunque el cuestionamiento existe. Son ellos una de las razones por las cuales muchos adultos se afirman en sus razones y no callan. El futuro les pertenece, ¿por qué no apropiarse de las luchas por algo que recibirán ya intervenido?

El actual ministro de Educación de mi provincia era el impulsor desde su banca de concejal de un fantástico programa de extensión legislativa: alumnos de colegios secundarios trabajando sobre temas de gestión pública, presentando agendas y proyectos, ocupando bancas por un día. Esas agendas eran más reales y respondían más a las necesidades comunitarias que las que hemos visto a lo largo de los años de quienes realmente fueron elegidos para la tarea. ¿Para qué los formamos en civismo si sus voces no contarán sino una vez cada cuatro años?

¿Cuestionamos cuando un gobernador, un ministro, un secretario visita el colegio de esos niños y jóvenes, y usa esas fotos en medio de una campaña de política/gestión?
En realidad no.
Una de mis imágenes favoritas es una visita de un gobernador de mi provincia a una escuela de la meseta. En la imagen, el mandatario está posando al lado de la torta, rodeado de alumnos de primaria, y le saca el gorro tejido a uno de ellos y se lo pone. El gesto del primero es natural y disfrutado, la mirada del chico es de alegría.
Hoy ocurrió otra cosa igual de casual: chicos de un colegio secundario se plantaron ante un Gobernador en un acto por su postura a favor de la explotación minera en su zona.
Siempre me intrigó qué habrá contado aquel nene del gorro cuando volvió a su casa, y lo mismo me preguntaba hoy sobre ese chico con la remera de “No a la Megaminería”. ¿Cuáles fueron sus historias? De aquel nunca lo sabré; de este supe que se llama Matías y ya son más de 600 las veces que su foto fue compartida en Facebook con leyendas de apoyo. Él escribió su propia historia a través de todos.
“Lean, compartan, difundan”, reza uno de los slogans de un foro ambiental. Leer para saber, para entender, para no dejarse llevar por nada más que el criterio propio.

Los chicos no nacen al mundo del civismo a los 18 años, porque recién ahí pueden votar e independizarse.
No viven en el mundo en el que crecimos nosotros, no tienen los mismos desafíos ni tendrán las mismas obligaciones. No piensan como pensamos nosotros. Se informan a su modo, leen lo que les interesa, lo viralizan y comentan, se organizan y avanzan. No esperan permisos ni avales de nadie.
Quizás poniéndose a tono de este nuevo tambor, muchos adultos ya no siguen como ovejas a cualquier cencerro que suena en el monte. Si alguna vez lo hicieron, hoy el listón está puesto en otro lugar y afrontan el desafío.

Desde hace un tiempo tengo la sensación de que quizás estos que no se amedrentan, jóvenes y no tanto, nos estén salvando un poco a todos.
La misma sociedad del “algo habrán hecho” se reinventa cuando cree que oposición crítica es el chiste burlesco y el insulto fácil.
Es la misma que le permite creer a un gobierno que ser fuerte es afirmar la no existencia de lo que no le es conocido.
Es la misma que se fortalece cuando no reclama a los líderes políticos con los que se identifica que construyan dentro de sus propias fuerzas para salir al ruedo, porque la pluralidad es un deber democrático.
Es la misma que se niega a sí misma ser protagonista activa. Desde el lugar que elija, oficialismo u oposición, pero con formación y fundamentos lejos de la chicana fácil que tanto critica como ejerce.

Aquellos 16 nuestros son los 12 de hoy. Y cada día la barrera baja a menos.
Los niños son cada vez menos niños. Creer que podemos detener eso es prohijar una burbuja de ilusión esperando que todo regrese a un pasado imposible.
Cercenar la realidad no es una herramienta válida.
Cegarnos a la participación política y ciudadana solo nos hará “idiotas” de nuestras propias sociedades, sin posibilidad de constituirlas, protegerlas y asistirlas en sus progresos.
Negarnos como seres pensantes nos pone en riesgo a todos, a los que estamos y a los que vienen.

Leer ha matado a mucha gente a lo largo de los siglos, como antes la mataba saber lo que se contaba y pintaba, reproducirlo y resguardarlo.
Sobre esas personas ha caído el destino del pensamiento, ellas han sido protagonistas de sus tiempos y sus realidades. Los han transformado o no, las han hecho posibles o evitado.
El pensamiento crítico realmente es un pensamiento que se forja en un sillón, pero no es cómodo. Es uno que crece en el interior de cada quien y arroja luz sobre los destinos inciertos. Es uno que crea su propio camino. Quizás no todo el tiempo, quizás solo en esos recodos en los que hay que detenerse y repensar todo de nuevo, pero ahí está.

Como país, nos merecemos destinos en los que pensar distinto o nuevo no sea justificación para exterminar ni aplicar castigos, sino estímulo para seguir pensando.

Leamos, pensemos, escuchemos, transformemos este barro que somos y busquemos nuevas formas.
La política es construcción, es hacer, y siempre es colectiva tanto en acción como en conocimiento e inteligencia. No es una actividad secreta y sucia, pergeñada en ámbitos oscuros a los que se accede por caídas de valores morales. O tal vez, para ser justa con una realidad que todavía tiene sus cabilderos, de a poco ya lo es cada vez menos.
En tanto no entendamos que la definición vigente de política es lo que falla y la modifiquemos, asemejándola más a nuestro latido presente, seguiremos en las veredas de esta tierra nueva con las viejas y heredadas piedras en la mano, esperando vernos pasar.

Como dice Liniers en una de sus últimas historietas, a través de la adorable Enriqueta: “un buen libro te hace culto, un muy buen libro te hace mejor persona”. Yo agregaría: y un ciudadano que, si erra el paso, al menos es de buena fe.

¿Qué sería de aquella inmigrante galesa y la memoria de Marcelo sin su Alicia? ¿Qué sería de Paula sin su Principito? ¿Qué sería de mí sin esa primera poesía?
¿Qué sería de nosotros sin todas las historias que nos sentamos a escuchar, tan diferentes de las nuestras, animados por esa curiosidad que nos despertaron algunas otras con forma de libro?
Creo firmemente que seríamos carcazas, flotando a la deriva de los muchos tiempos que hemos transitado.
Creo que nuestros pensamientos serían errantes, inconexos, pequeños cuerpos desnutridos.
Creo que, de muchas formas, no seríamos.