Gritos sagrados
En estos
días cumpliría 13 años en el oficio del periodismo.
Por
momentos más activa, por otros al borde del retiro permanente, estos tiempos
los vivo desde un margen que amenaza con quedar fijo entre un antes y un después.
2012 es un
gran año para ser periodista. En mi caso, para haberlo sido.
Hace unos
días me reencontraba con alguien con quien compartí aire cuando yo recién
empezaba en la profesión y él estaba ya en un lugar de privilegio.
El presente
lo encuentra en el centro de la gran batalla de los medios de comunicación de la
Argentina, que no es una relacionada con santos oficios y altruismos, sino con
profundos intereses corporativos a la vez que culturales.
Mirándolo
en ese lugar pensaba en el enorme paso que representa el hecho de que un
periodista del interior esté en esa vanguardia. Y es que esta lid no es ni más
ni menos que también un último golpe al unitarismo aún vigente en nuestro país.
Si corremos las tirrias de la escena, esta es la más federal de las batallas.
Cuando me
puse por primera vez “de aquel lado”, fue frente a un micrófono de una radio
pequeña a medio camino del fin del mundo. Era 1999. Unos meses antes había
iniciado la tarea silente de la producción periodística.
Mucho ha
pasado desde entonces. Pocas de las radios en las que trabajé han sobrevivido
al paso de los años, otras han sido fusionadas en multimedios –inexistentes al
inicio del camino- y tras ellas han ido de salida varios de los buenos profesionales
con los que compartí el aire y el ruedo.
A través de
los años he estado en contacto y formando parte del proyecto de muchos medios
que han ido surgiendo, apagándose y fusionándose en pos de tener una porción
más de la voz pública: escrita, oral, visual, y últimamente también digital.
Volviendo
la vista atrás están el portal de noticias que nació mucho antes de su tiempo
correcto, el diario de distribución gratuita que se transformó en demasiado
caro de editar, los ensayos multimediales que vieron la luz y se perdieron sin
horizontes claros.
Puedo decir
entonces sin temor al error que los medios de comunicación son, ante todo,
empresas. Los dirija o sostenga un sindicato, un político, un grupo de amigos o
un inversor privado. Fuera de esa lógica, en la que por supuesto impera el
capital, están aquellos medios que difunden desde señales comunitarias,
universitarias o de asociaciones civiles. Su tambor es otro, su camino suele
ocurrir que también.
En general,
las reglas de juego pocas veces están relacionadas con algo tan superior como
el bienestar de la ciudadanía, el interés público o el fortalecimiento
ciudadano.
Mi último
año frente a un micrófono fue la prueba de que se puede caer en todas las malas
del sistema de medios y que aún así es posible mantener una agenda que ponga en
un escaparate real o virtual a las voces mínimas que se elige rescatar del
silencio. Y si una persona puede, imaginemos todo lo que visibilizaría un
espacio creado desde el inicio con tal fin y concebido fuera de las condiciones
del “sistema”.
He
trabajado bajo gobiernos radicales y peronistas. En medios independientes,
oficialistas y opositores. En los más y en los apenas visibles. Con presiones,
sin presiones. Con agenda libre y, en muy contadas ocasiones, con agenda
delimitada. Reconocida, ignorada o en lista negra.
Los mismos
modos, las mismas mañas, han sido transversales. Y siempre hubo una forma para
hacer y permanecer leal a uno mismo.
Es
exagerado determinar que en Argentina no se puede hacer oposición.
Cada día,
cientos de voces –institucionalizadas o no- se oponen a algo y lo hacen saber
por todas las vías a su alcance. O casi todas: son todavía muy pocas las que
convergen en espacios de participación para realmente construir en pos de algo,
esos lugares donde realmente el cambio se plasma en concreciones.
Es extremo
creer que en Argentina hay periodistas obligados a callar.
La primera
censura es la autocensura, y es eso lo único cierto. No es fácil y no es cómodo
sostener la voz, pero la obligación de callar no existe.
Es extremo
porque siempre hay una opción. Salirse o quedarse, callar o denunciar, buscar
la manera de preservar el oficio.
Hay muchos
que lo han hecho, a costa de su bienestar personal y familiar, como hay muchos
que eligen quedarse y lucrar con el sistema. Como ocurre en cualquier trabajo,
aunque en este hay una responsabilidad pública hacia quien está escuchando,
leyendo, mirando.
La épica de
la censura solo es una fábula en un mundo en que el periodismo digital no
reconoce patrias, fronteras ni límites más que los tecnológicos, con una
audiencia siempre conectada a la que se llega sin intermediarios.
Más allá de
la coyuntura que nos devora por estos días, hoy el mundo se encarga de echar en
el olvido a las corporaciones mediáticas.
Para un
buen observador del ruedo, ya se asemejan a Goliats cascoteados,
contorsionándose en la caída en el intento por desacelerarla.
Un tweet
viralizado tiene más credibilidad que miles de diarios de primera línea. Un
blog muestra costados de realidad que los grandes medios ignoran por
conveniencia. Un video le pone caras y contenido a protestas sociales de las
que nadie habla. Un diario publicado en la web tiene más difusión de la que
nunca ha tenido su versión impresa.
¿Cuándo fue
la última vez que descubrieron una radio que no fuera la más escuchada del
país? Hoy cientos de radios argentinas se escuchan online, amplificando las
voces de un espectro al todo, llevando esos relatos a cualquier lugar del
mundo. Está en nosotros buscarlas y elegirlas.
La historia
ya no es como nos la cuentan tres o cuatro y hoy es una realidad cotidiana
aquello de elegir nuestra propia aventura. La historia es más parecida a la que
vivimos, a la que construimos nosotros, con nuestras voces y espacios elegidos
y recomendados.
Desde el
primer momento en que el periodismo ciudadano entró en escena, el periodismo tradicional
perdió el pie. Se lo llevó la ola y con él empezaron los primeros manotazos de
ahogado de las corporaciones que se erigen en su entorno. Y en esa corriente
siguen hoy, en estos días en los que tótems como Newsweek anuncian que ya no
tendrán un soporte papel, o cuando a tres años de la nueva Ley de Medios se
abren radios pequeñas en comunidades originarias.
En este
contexto, la locura no es obligar a un multimedios a cumplir una ley escrita,
debatida, sancionada y promulgada en democracia. La locura es que un
multimedios quiera aferrarse a una ley que ya no existe, arrastrando a toda una
sociedad en la carrera, y en nombre de un poder de “contar la historia” que ya
no es tal.
En el medio
de esta puja, ese peligro que aún vive agazapado en lo profundo de la
conciencia colectiva argentina encuentra caldo para cultivarse: creer que solo
es democracia lo que me parece y el resto, la disidencia, es dictadura o merece
la aniquilación.
No vivimos
en una dictadura.
Vivimos en
una democracia que elegimos y sostenemos cada día.
Cada dos
años votamos representantes de nuestra voluntad popular y, aún cuando ganen los
que no votamos, esto sigue siendo una democracia porque nuestra participación
así lo garantiza.
Tenemos
acceso constitucional a herramientas que rara vez utilizamos: audiencias
públicas sin inscriptos, bancas del pueblo que no ocupa nadie, legisladores a
los que no reclamamos ninguna acción. Tenemos deberes cívicos que no cumplimos
si no nos pesan como obligación, y a veces ni siquiera así.
Como
sociedad ya no somos aquellos temerosos y pasivos que vieron nacer esta etapa.
Hoy, en el minuto-a-minuto de cada día, los actos de la administración pública
reciben un feedback inmediato. Mientras se realizan los anuncios de rumbos
institucionales, políticas públicas, obras y posicionamientos podemos
comentarlos, compartirlos, oponernos, y organizarnos para acompañar o militar
para un cambio.
Los
partidos políticos tienen pleno y libre ejercicio en todo el país.
Nadie se sienta
en los fondos de una jabonería de Vieytes a hablar de una libertad soñada y
prohibida, y compartir textos contrabandeados que podrían costarles la vida.
Quienes han abrazado la actividad política recorren pueblos y ciudades, se
reúnen a la vista de todos en casas, vecinales o sedes partidarias. Lo hacen
público, como pública es la actividad, y comparten los textos de sus ideas
convertidos en links, .pdfs, videos y el viejo mano-a-mano. Hasta las reuniones
de mesa chica de los dirigentes partidarios, otrora en el límite mítico de lo
nunca confirmado, ahora apenas tienen forma de no ser públicas.
Esta es
cada día una celebración, o debiera serlo, de esta vida democrática que se
fortalece.
¿Qué dice
de nosotros como sociedad democrática que consideremos más allá de una ley a
los medios de comunicación, empresas al fin, y enunciemos que vivimos bajo una
dictadura?
¿Qué dice
de los partidos políticos de este sistema democrático cuyo silencio avala esa
categorización?
¿Qué dice
de los gobiernos democráticamente elegidos esa vox impuesta como populi con
ingeniería de marketing y no refutada con firmeza?
He conocido
a muchos buenos periodistas en estos 13 años y, gracias a este métiér, también
he conocido a buenos políticos y buenos ciudadanos.
Con placer,
hoy veo a varios hacerse su camino desde sus propios medios y vías de contacto,
fuera del corset impuesto por status quo que no les permiten firmar lo que
escriben, vocear sus opiniones, plantarse en sus convicciones, arengar a sus
tropas, despertar conciencias. Ellos ya eligieron su forma de comunicación en
democracia. ¿Cuál es la de aquellos que adosan con liviandad etiquetas de
“dictadura”?
El 10 de
diciembre de 1983 un buen hombre les dijo a otros hombres y mujeres elegidos
por este mismo pueblo en el Congreso de la Nación: "Vamos a vivir en libertad. De eso no quepa duda".
Eran días
inciertos.
Hoy, casi
30 años después, elijo creer que por la libertad se pelea con cuerpo y alma,
con mente y espíritu, y entender que no hay un solo día por perder y que las
batallas que nos tocan en este tiempo son culturales, cívicas y federales.
No porque
así lo determine un gobierno, sino porque es el paso siguiente en la
construcción de nuestra democracia.
Por obra y
entrega de quienes nos precedieron, no vivimos bajo una dictadura.
Elegimos un
gobierno que, votado por una mayoría, es el que aceptamos todos como nuestro. El
que debemos aceptar todos como
nuestro o nunca tendremos el país que pregonamos anhelar.
Es con ese
gobierno que decidimos, debatimos, proponemos, mejoramos. Ese es nuestro deber
ciudadano y nuestro desafío. No contra:
con.
Aún en
disidencia. Especialmente en
disidencia.
El odio es
un camino fácil, siempre, y quienes agitan sus banderas son sabedores de esa
zona de confort de la que aún no nos desprendemos. Confían en que nos
quedaremos inmóviles y odiando, porque conocen que para lo opuesto hay que dar
un paso más y poner cuerpo, tiempo y esfuerzo.
Este es un
gran año para el periodismo…
Debiera
serlo para todos los argentinos, si acaso lo pensáramos como una sola Nación.