Las manos limpias
Desde 1999
he sido una militante del periodismo digital contra incrédulos, desprevenidos y
“quinteros” del 1.0.
Durante más
de 10 años pasé por producciones, micrófonos y letras, siguiendo el paso
redoblado de imaginar, armar, crear, imponer (o no), salir, cambiar, y todo de
nuevo.
Un día me
pasó que me quebraron, me cansé, y de repente dejó de tener sentido el esfuerzo.
Decidí replegarme, de a ratos habité este espacio y solo asomé la nariz en los
ruedos a los que me invitaron.
Cuando
escribí uno de los últimos posts, intercambiamos mails con uno de esos colegas
generosos y únicos que he tenido la suerte de encontrar. Él también me contaba
de su desahucio, de las pocas ganas de hacer el intento de relatar tal vez algo
de lo mucho que todavía pasa. Pensé entonces si no sería propio de la época antes que personal, aunque lo dejé pasar.
Lo cierto
es que hoy hace ya un año largo que, a excepción de estas columnas, veo subir y
bajar la marea periodística desde otro lado.
Mientras
todo pasó, pasó de todo.
Desde
aquella primicia nacional, gracias a la lectura diligente de cables por Internet
mientras la ley mandaba leer los diarios de ayer, hasta el portal regional que
fue pionero en la Patagonia y actualizaba de madrugada envuelta
en frazadas porque la estufa no podía contra el frío, con una inestable conexión
dial-up conspirando sin pausa. Estuvo esa entrevista con una sobreviviente de
Auschwitz, robada en una tarde de café y atesorada en mi viejo grabador de
cinta, y la noche parada en un piquete conociendo los por qués que siempre existen detrás de un trabajador que protesta. También, ese
diario quincenal gratuito que solo tuvo tres o cuatro ediciones impresas, y la
agencia digital de noticias de la radio más escuchada con un formato de
actualización tan imposible como resistencia tuvo el proyecto.
Han pasado
muchas corrientes bajo mi barquito de papel
serratiano y siempre he tenido una debilidad recurrente por eso que vendrá en la forma de contarnos
las cosas.
Uno de los
síntomas de esa flaqueza es la atracción especial que siento por los foros, esa
herramienta que al principio había que crear afuera para poder insertar en las
webs “a leña” y ahora es natural gracias a la interacción entre medios y redes
sociales.
En este
placer culposo, uno de los grandes diarios nacionales fue siempre mi foro
mimado.
No sé si
todos tenemos uno, pero me animo a creer que existen esos espacios de
interacción –virtual o no- que siempre re-visitamos para saber dónde está el
ruido en el mundo que nos rodea.
Cuando
aquel medio inició su faz de participación, uno debía realizar un registro
exhaustivo y valía la pena porque el nivel de intercambio era edificante. Eran
las épocas pre-troll, claro, en las
que casi todos los usuarios registrados tenían un nombre real y una cara en el
avatar, y plantear una opinión divergente no era excusa para desatar el bullying más bajo y furioso.
Aún hoy,
cuando ese mismo foro ha perdido casi todo vestigio de debate constructivo e
intercambio en buenos términos, sigo acudiendo a él como parándome ante la
vidriera de una Tiffany’s de sociedad contemporánea.
Esta mañana
leía un artículo en otro medio. Al pie del mismo, otros lectores participaban
vía Facebook. Decir que repasar muchas de esas entradas horroriza,
es poco. Las expresiones de violencia, de discriminación y desprecio por la
diferencia, de anulación hacia el que piensa distinto, de odio casi en estado
puro, son de uso común.
Demás está
decir que esta situación no queda tan lejos del diario digital de cualquier
ciudad.
Días atrás me encontré una nota de opinión con una línea al pie que decía: “foro cerrado a comentarios a pedido del autor”. Tal vez algunos ya
comienzan a entender.
En los
últimos años, los multimedios han sido astutos en permitir o frenar esta marea de
participación como forma de editorializar y bajar líneas que costarían
demasiado a través de un artículo o entrevista formales, avalados por la empresa. Para ello, ha sido todo un hallazgo encontrarle una utilidad más allá de la política a la expresión "Vox populi, vox Dei" y las manos limpias entonces garantizan que ciertas
ventanillas continuarán habilitadas, acaso con una mayor recompensa.
Desde hace tiempo
creo que el periodismo argentino se debe su 2001, que lo plante frente a
sí mismo y lo obligue a revisiones éticas, autocríticas y reflexiones.
No solo
un sector del periodismo, el cual variaría según la tribuna habitada. El
periodismo como oficio, el medio de comunicación como instrumento, la empresa
periodística como capital y como servicio público, y los periodistas como
engranajes de todo: el oficio, el medio, la empresa.
La libertad
de expresión no solo es un derecho: es una responsabilidad.
En su
amplia mayoría los medios argentinos aún no lo comprenden aunque lo usan a su
favor, aduciendo fines superiores con inocencia eterna. La mugre provendrá
entonces de las expresiones de una sociedad que no necesita más que campos
abiertos y una planificada ausencia de moros en la costa para hundirse en sus
grietas. De ellas, sin dudas, no serán los medios los que la saquen.
La libertad
de prensa no es solo un derecho: es un deber.
¿Cuántos
son realmente los que pueden enarbolar esta bandera? ¿Cuántos aquellos que se
paran en el ejercicio de una “prensa
libre, pluralista e independiente” y la reconocen como “un componente esencial de toda sociedad democrática”, pero de veras, de veritas y no según los deje
el recorrido cerca de sus cuentas?
En nuestro
país existe la libertad. La de expresión y la de prensa. Y también, a la par, domina
el libertinaje.
“Los periodistas nunca debieran ser confundidos
con los medios que los contienen”, reza una postura por ahí. La creo. Pero también creo que ningún
periodista debiera tener que trabajar en un medio que no respeta los principios
éticos de su profesión y violenta sus derechos fundamentales.
También creo que muchos medios que se arrogan denunciar atentados a la libertad de prensa hacen un uso indecente de esa advocación.
También creo que muchos medios que se arrogan denunciar atentados a la libertad de prensa hacen un uso indecente de esa advocación.
Veo la
aparición de blogs, perfiles de redes sociales, radios comunitarias y sitios
nuevos como una resistencia a ese “alineate
o andate”, y eso también me gusta. Resta por ver si esas formas surgentes
no tienen la misma cara detrás de otro maquillaje. Ahora como entonces, supongo
que habrá de todo y estará en nosotros –usuarios, beneficiarios y partícipes de
esas libertades de prensa y expresión- hacer la diferencia.
Casi 15
años después del primer paso sigo siendo una creyente del periodismo digital. Con toda su marcha de resistencia al hombro y sus nuevas formas de llegar y
reencontrarnos en otros foros: en los comentarios, en los compartir, en los me
gusta y en los faveos, en las menciones y las respuestas, e incluso en los
bloqueos y otras formas de trazar líneas.
Sigo
confiando en que, si leemos suficiente de todo lo que podamos, tendremos una
escena más completa, seremos mejores ciudadanos, y educaremos para sostener y fortalecer esa diversidad.
Sigo
creyendo que el periodismo es un oficio noble, le pese a quien le pese, y
digitalizarlo ha sido otorgarle un salvoconducto de sí mismo aunque durante
mucho tiempo haya sido a su pesar.
Tal vez sea a ese periodismo refugiado al que le toque una nueva forma de contar.