Me gusta Ella



Me gusta Ella.
Me gusta que diga lo que quiera, sin esperar certificados de corrección política ni partidaria.
Me gusta que no se calle nunca, que no se detenga.
Me gusta que se vista como quiera. Que se peine, se maquille, se cuide y sea todo lo mujer que somos todas.
Me gusta ese bancarse lo que decide hacer y no hacer.
Me gusta esa forma que tiene, que logra que le corra a todo el mundo algo por la espalda cada vez que se planta frente a lo que cree.
A los que la quieren, les mueve la emoción. A los que la odian, les crispa más que los nervios. Ella planta talón en tierra y no deja indiferentes.

“Tiene cosas que son muy de mina”, me dijo alguien una noche y es cierto.
¿Por qué debería ser de otra manera?

Me gusta ver a los editorialistas forzados a mirarla con un cristal que no acostumbran, a los periodistas usando palabras que le dedicarían a sus mujeres más que a un hombre con su rango, a los comentaristas tratarla de cualquier cosa menos de persona.
Me gusta que les mueva tanto el registro de objetividad que no encuentren un lugar para Ella en esa escala.

Me gusta verla no acusar recibo de insultos y burlas, y también devolver los golpes. Derecho y sin guantes, esgrimiendo palabras y gestos como dardos.

Soberbia. Mal educada. Gritona. Mandona. Histérica. Desequilibrada. Débil. Influenciable. Inestable. Desquiciada. Rompe. Bipolar. Desubicada. Ignorante. Mal asesorada.
Si trato de recordar a algún Él que haya recibido todas esas “atenciones” de sus contemporáneos, no encuentro un nombre en las décadas que puedo abarcar por uso de razón.
Y ahí se planta Ella. Sabiendo todo eso que se dice, rosquea y escribe.


¿Cuánto bardeo aceptamos algunas mujeres de esta sociedad argentina que sigue siendo profunda y cruelmente machista?
Y es más, ¿en nombre de qué deuda o deber lo seguimos avalando y soportando en dosis diaria?
Al menos para mí es claro desde hace ya un tiempo que este tratamiento hacia Ella no es solo mero disenso u oposición política. Se arraiga, justifica y nutre en una napa mucho más profunda.

Es un periodismo que no termina de encontrar un registro de comunicación acorde con el cambio de género en el ejercicio del poder.
Es un arco político y sindical que no concibe el liderazgo con otro código sentado a la mesa.
Es una sociedad que lo admite sin frenarlo ni juzgarlo, que lo acepta y hasta lo expresa como propio.
Es todavía una violencia de género que se agazapa en formas más sutiles, las pasivas-agresivas, las socialmente aceptadas, las toleradas y hasta defendidas como bastiones de tradicionalismo.

Hoy leo expresiones de una reconocida política y siento que el mito urbano que dice que las mujeres somos lobas de nuestras congéneres es realmente cierto. Eso nunca cesa de asombrarme y entristecerme.
Total es Ella y no nosotras, ¿pensarán acaso?
Ella se destaca y ese es su peor pecado. Como antídoto purista, para muchos y muchas se convierte entonces en solo una figura casi despersonalizada y sin nombre propio. Una cosa, un ente, un alguien que no es.
No es mi vieja, mi mujer, mi hermana, mi amiga, mi compañera de trabajo, alguien que conozco.
Ella pareciera no tener familia, ni amigos, ni personas que la quieren.
Ella no merecería cuestionamientos populares con inteligencia o elaborados, solo simplismos burlescos.
Las mujeres convivimos todos los días con este hábitat de mesas chicas, círculos cerrados, acuerdos tácitos y Fútbol 5. Las políticas, mucho más y aún con peor suerte.
Sería necio creer y afirmar que Ella es la única maltratada. Sin embargo, para muchas es más simple aporrearla a Ella que enfrentar a los abusadores de sus propios ruedos.
Al fin y al cabo, su pecado es demasiado para cualquiera y en Ella expiamos los nuestros como género.


Hace unos meses el escritor español Arturo Pérez Reverte twitteaba sobre una estudiante de Valencia detenida en una manifestación: “Me gusta que, con razón o sin ella (a ver quién la tiene, en este perro pifostio), haya chicas valientes que salen a que les rompan la cara.”

Ella es una chica valiente que sale a lo que venga, como muchas cada día.
Razón, ¿quién puede decir si la tiene o no en muchos ruedos de esta Argentina revuelta?.
“Ni santa ni perfecta”, la escuché decir hace un año sobre otra Ella que aún hoy corre su misma suerte.


Me desindigno pensando que “las cosas de hombres” cada día existen menos como exclusivas, mientras leo cómo las voceras del este-no-es-tu-lugar cosechan el repudio que siembran.

Me gusta Ella porque tengo la esperanza de que su impronta de mujer política tarde mucho tiempo en diluirse.
Me gusta porque la pienso como una huella irreverente y brava.
Una que me ayudará a contarle a mi hija que una mujer puede plantarse frente al mundo desde el lugar que elige y no necesita avales ni certezas para hacerlo.
Esa que le demostrará que no hay que soportar la reprobación, de hombre o mujer alguno, en nombre de ningún supuesto bienestar.

Me anima saber que representará una de esas lecciones que valen una vida, como las de todas las mujeres que avanzan como Ella. Les guste o no les guste Ella.