Los diez papelitos

Pasan los meses y cada vez se me da menos el antojo de escribir.
Hace unos días encontré entre los favs de mi cuenta en Twitter un par de consejos que me daban un periodista y un político de mi provincia para salir del bloqueo.

El periodista -quien será siempre extrañado- me decía que él solía encontrarle la vuelta escribiendo sobre algo que le fuera ajeno, de una forma desconectada, y así fluía para lo que realmente le interesaba.
El político me proponía con simpleza escribir palabras en diez papelitos, tirarlos al aire y ponerle letra a lo que indicara el azar.

Ese mismo día corté las tiritas de papel a ojo. No porque el primer consejo no fuera bueno, sino porque desconectarme se sintió infinitamente más complicado.
Las conté, como la buena alumna que todavía soy en algún rincón de mí misma, y las acomodé adentro de mi agenda para tenerlas a mano cuando surgieran las palabras para cada una.
Cinco meses después, ya en Enero, encontré esos papeles cuando fue el momento de renovar calendarios y compromisos. Seis habían sido escritos, sin que pudiera recordar el cuándo, y cuatro todavía estaban en blanco. Los guardé a todos y esperé quién sabe qué.

La semana pasada me pregunté una vez más sobre cómo escribir desde este hastío que lo traspasa todo. Todo sin dejar nada en pie, desde el convencimiento más fuerte hasta lo que solían ser los motores-pasión que animaban nuevos rumbos.
Cómo inspirarse en lo pasado sin caer en su trampa de dorado intocable. Cómo pensar que no dilapidamos nuestro tiempo asignado y de la peor manera. Cómo ponerle palabras al asco profundo por lo poco que vale el esfuerzo y lo mucho que cotiza la avivada eterna.
Demasiadas preguntas para un rato… demasiados cuestionamientos para los no pecados…

Recordé esos diez papelitos olvidados y los busqué. Me encontré con que, en algún momento, los cuatro que permanecían en blanco habían encontrado un contenido. Los repasé, redescubriendo palabras y frases que llegaron a ellos en este medio año. Sin apartarme de las instrucciones, cerré los ojos, los tiré al aire y elegí uno.

“Antifrágil. Construir en el desorden”

Sonrisa inevitable porque adiviné haberlo escrito mientras estaba sumergida en el libro del mismo nombre, allá por Octubre o Noviembre, intentando encontrar la lógica oculta en la caótica decepción creciente. También, porque pareció un guiño del invocado azar escribir sobre el desorden en estos días de fin de ciclo, tan anunciados que apenas si hay tiempo de vivirlos a conciencia.

Hoy vuelvo a esta columna y me hago trampa. Las tentaciones son momentos para los que ya no pido salvación. Vuelan todos de nuevo y el boomerang marca regreso con el nuevo papelito elegido que dice:

“Fuerza”.

Me dispara otro recuerdo y es el de una columna que escribí hace muchos años para el portal de noticias que entonces administraba. Hablaba de la resiliencia.
La busco y la encuentro perdida en mi pendrive, escrita el Viernes Santo de 2001.
Aquellos días de abril el periodista Alfredo Leuco había leído un mensaje en su habitual espacio de Radio Continental. Hacía referencia a los excluidos, a la pobreza sin esperanza, y a la capacidad de las personas para hacer las cosas bien pese a las condiciones adversas. El aguante, lo llamaba.

Durante estas últimas semanas el aguante ha sido la pieza de resistencia de muchos argentinos.
El ajuste para volver a llegar a fin de mes, la garra para pelear por un pequeño aumento que deje con mejores chances en esa tarea, la creatividad para no resignar lo importante y reasignar importancias, la aceptación para dejar ir lo que parecía posible. Nunca es fácil cuando sube la marea y se pierde pie, aunque más no sea por un rato. A veces, ver luces en el horizonte es para quienes tienen tranquilidad mucho más que en la mirada y en la conciencia.


Pantalla tras pantalla y diario a diario asistimos a los debates blanco-negro más increíbles de los últimos años. En el medio, los que descreemos de los versus extremos intentamos valorar el gesto de quienes se plantan en las delgadas líneas rojas.
El orden se altera y lo construido se proyecta frágil, lo sea o no lo sea. De repente, ya nada es seguro aunque mucho lo pregone y la desesperanza se acomoda entre el bagaje diario.
Es esa fuerza, esa resiliencia, la que no se permite ni nos permite flaquear. Nos dice que hay algo más, que todavía hay acciones que nos empoderan y formas de hacer que llevan escrito nuestro “no pasarán”.

Unos días antes de Navidad, en un alto en una estación de servicio rutera, leía un correo electrónico donde una chica de las que no paran contaba sobre lo difícil de no poder planificar nada y creer que lo mejor ya pasó, sobre la angustia del no disfrute y el agotamiento por no poder parar de pensar. Ayer reviví esa confesión en un círculo de mujeres, mientras escuchaba las voces de mis compañeras hablar de “lo feo que está todo” en una ciudad que ha decidido revolverse en el hartazgo sin superarlo.

Con frecuencia en estos días me encuentro pensando en qué sigue cuando las mujeres –antifrágiles por naturaleza- comenzamos a cuestionarnos las batallas sin cuartel, preguntándonos en voz alta si acaso hay un siguiente Norte y cómo llegar a él protegiendo lo que atesoramos, sean sueños, proyectos, personas o patrias.

Estos son los días en que ninguna duda tiene una respuesta cierta, aunque se hable mucho de todo al mismo tiempo que de nada, y la reflexión sólo es una postura trivial.


Guardo los diez papelitos que me han traído hasta acá, le escribo un “gracias” al Comandante por el consejo, e imagino que tal vez sea el aguante lo que nos eleva más allá de las alarmas, de lo que se derrumba, del desorden y de lo incierto. De lo que no podemos decidir sobre lo que nos pasa y de lo que decidimos sin reconocimiento. De ese páramo donde lo antifrágil encuentra y recupera su fuerza.


Tal vez esa resiliencia sea una camuflada forma de esperanza, sostenida mientras avanzan los “después de todo” que, aunque suenen a condenas, serán pasos que forzosamente nos dejen en otro lugar donde acaso sigamos preguntándonos si existe la victoria, siempre.