Príncipes perdidos
Que el poder obsesiona es un hecho comprobado por los siglos. Que corrompe invariablemente, es una leyenda que mantiene a los nobles al margen. Que seduce, es un mito menemista. Pero, ya sea como fin o como medio, el poder en manos de un príncipe perdido termina convirtiéndose en una condena. Los hemos visto desgranando estrategias en mesas de café o en oficinas céntricas. Siempre a buen resguardo del ojo indiscreto que ve y cuenta cuando la movida es importante; no tan guardados cuando la intención es que trascienda. Los llaman por su primer nombre, como a Mirtha o a Susana, o en su defecto por aquel apodo de los primeros tiempos más cercanos al barro y al barrio. No son jóvenes ni viejos, son eternos. Con un aura vampiresca, a medio camino entre la pasividad y una calculada indiferencia. No aceptan, condescienden. No avalan, bendicen. No disienten, condenan. Cuando la mano obliga, juegan la carta del buen perdedor mientras calculan al milímetro la puñalada certera. Filtran el mundo a...