Príncipes perdidos
Que el poder obsesiona es un hecho comprobado por los siglos.
Que corrompe invariablemente, es una leyenda que mantiene a los nobles al margen.
Que seduce, es un mito menemista.
Pero, ya sea como fin o como medio, el poder en manos de un príncipe perdido termina convirtiéndose en una condena.
Los hemos visto desgranando estrategias en mesas de café o en oficinas céntricas. Siempre a buen resguardo del ojo indiscreto que ve y cuenta cuando la movida es importante; no tan guardados cuando la intención es que trascienda.
Los llaman por su primer nombre, como a Mirtha o a Susana, o en su defecto por aquel apodo de los primeros tiempos más cercanos al barro y al barrio.
No son jóvenes ni viejos, son eternos. Con un aura vampiresca, a medio camino entre la pasividad y una calculada indiferencia.
No aceptan, condescienden. No avalan, bendicen. No disienten, condenan.
Cuando la mano obliga, juegan la carta del buen perdedor mientras calculan al milímetro la puñalada certera. Filtran el mundo a través de su propio código y se mueven en un tablero sin bordes.
En los casos más extremos son admirados como iluminados, dueños de una verdad suprema a la que sólo ellos tienen acceso wi-fi. En otros, son temidos por las represalias y esquivados en los rayes. En los menos, son tratados con ese respeto for rent que se da a quien pone la firma.
Blackberry en mano, se codean con la flor, la nata y todo el quién-es-quién. O al menos eso nos dicen, cuando el codeo no pasa de lo literal. Reparten tarjetas y posturas, más dados al exponer que al escuchar. Son noticia sólo si quieren y, cuando los dioses tiran dados cargados, patean la mesa de juego para volver a empezar. Siempre con una demanda en carpeta, nunca sin plan.
Se escabullen por las rendijas de las puertas entornadas para el resto de los mortales. Encuentran el nicho, identifican a sus víctimas, las convencen de su halo de imprescindibles.
Los históricos no tan ilustres los resisten, los pelean, los critican y se alejan como perros resintiendo la patada.
La tropa los sufre, los resiente, los padece y sigue su camino como puede, quizás rumiando en voz baja el deseo de tenerlos de amigos.
Los prescindentes nos enteramos que existen y los dimensionamos desde la otra vereda.
Sentados en tronos habilitados, con más o menos galones, cuando el empowerment no se les da como debiera comienzan a ver largos espectros conspirativos en cada rincón.
Entre la detallada formación académica y el poco pateo de esquina, no suelen darse a entender de una forma en la que los impacientes súbditos comprendan de qué va la cosa. En la pizarra hablan de estrategia y en la cancha no reconocen ni la pelota.
Y luego están los otros, los de largas horas en el potrero y dueños de una pelota que ya ha jugado varios partidos. Quizás estos sean los más temibles.
Sería deshonesto no confesar que algunas veces los observo con cierta fascinación.
¿Quién podría prever que, en el siglo más interconectado de nuestra existencia, algunos todavía se moverían con códigos medievales?
Son dueños de un poder sin brújula, sempiternos candidatos a todo, ubicuos frente a cualquiera sea el cargo y el conocimiento requerido. Y aún así, en cada giro, amenazan con llevarse todo puesto y, algunas veces, lo cumplen sin resistencias. Cuando se someten a la aprobación de los otros, una amnesia casi general los envuelve y renuevan sus galas para presentarse en el baile. No existen archivos, y los rumores se diluyen y desdicen en un sinsentido que parece hasta casual.
¿Los ves? Seguro que ya ubicaste al menos una foto. La de aquel político, la de este empresario, la del que tenés al lado.
Ni Maquiavelo pudo haber previsto consejos para estos príncipes con caóticos reinos prestados.
Su futuro es incierto, aunque a la vez pisa suelo seguro.
No es una ilusión verlos prevalecer en muchas mesas redondas, un día en un sillón, al siguiente en otro, o desde las sombras agitando el tablón.
Ahí, mientras la orquesta sigue tocando y nos fascinamos entre las vueltas de otros bailarines, estarán reinventándose como Cenicientos entre calabazas, con hadas madrinas autogestionadas, cada medianoche por siempre jamás.
Que corrompe invariablemente, es una leyenda que mantiene a los nobles al margen.
Que seduce, es un mito menemista.
Pero, ya sea como fin o como medio, el poder en manos de un príncipe perdido termina convirtiéndose en una condena.
Los hemos visto desgranando estrategias en mesas de café o en oficinas céntricas. Siempre a buen resguardo del ojo indiscreto que ve y cuenta cuando la movida es importante; no tan guardados cuando la intención es que trascienda.
Los llaman por su primer nombre, como a Mirtha o a Susana, o en su defecto por aquel apodo de los primeros tiempos más cercanos al barro y al barrio.
No son jóvenes ni viejos, son eternos. Con un aura vampiresca, a medio camino entre la pasividad y una calculada indiferencia.
No aceptan, condescienden. No avalan, bendicen. No disienten, condenan.
Cuando la mano obliga, juegan la carta del buen perdedor mientras calculan al milímetro la puñalada certera. Filtran el mundo a través de su propio código y se mueven en un tablero sin bordes.
En los casos más extremos son admirados como iluminados, dueños de una verdad suprema a la que sólo ellos tienen acceso wi-fi. En otros, son temidos por las represalias y esquivados en los rayes. En los menos, son tratados con ese respeto for rent que se da a quien pone la firma.
Blackberry en mano, se codean con la flor, la nata y todo el quién-es-quién. O al menos eso nos dicen, cuando el codeo no pasa de lo literal. Reparten tarjetas y posturas, más dados al exponer que al escuchar. Son noticia sólo si quieren y, cuando los dioses tiran dados cargados, patean la mesa de juego para volver a empezar. Siempre con una demanda en carpeta, nunca sin plan.
Se escabullen por las rendijas de las puertas entornadas para el resto de los mortales. Encuentran el nicho, identifican a sus víctimas, las convencen de su halo de imprescindibles.
Los históricos no tan ilustres los resisten, los pelean, los critican y se alejan como perros resintiendo la patada.
La tropa los sufre, los resiente, los padece y sigue su camino como puede, quizás rumiando en voz baja el deseo de tenerlos de amigos.
Los prescindentes nos enteramos que existen y los dimensionamos desde la otra vereda.
Sentados en tronos habilitados, con más o menos galones, cuando el empowerment no se les da como debiera comienzan a ver largos espectros conspirativos en cada rincón.
Entre la detallada formación académica y el poco pateo de esquina, no suelen darse a entender de una forma en la que los impacientes súbditos comprendan de qué va la cosa. En la pizarra hablan de estrategia y en la cancha no reconocen ni la pelota.
Y luego están los otros, los de largas horas en el potrero y dueños de una pelota que ya ha jugado varios partidos. Quizás estos sean los más temibles.
Sería deshonesto no confesar que algunas veces los observo con cierta fascinación.
¿Quién podría prever que, en el siglo más interconectado de nuestra existencia, algunos todavía se moverían con códigos medievales?
Son dueños de un poder sin brújula, sempiternos candidatos a todo, ubicuos frente a cualquiera sea el cargo y el conocimiento requerido. Y aún así, en cada giro, amenazan con llevarse todo puesto y, algunas veces, lo cumplen sin resistencias. Cuando se someten a la aprobación de los otros, una amnesia casi general los envuelve y renuevan sus galas para presentarse en el baile. No existen archivos, y los rumores se diluyen y desdicen en un sinsentido que parece hasta casual.
¿Los ves? Seguro que ya ubicaste al menos una foto. La de aquel político, la de este empresario, la del que tenés al lado.
Ni Maquiavelo pudo haber previsto consejos para estos príncipes con caóticos reinos prestados.
Su futuro es incierto, aunque a la vez pisa suelo seguro.
No es una ilusión verlos prevalecer en muchas mesas redondas, un día en un sillón, al siguiente en otro, o desde las sombras agitando el tablón.
Ahí, mientras la orquesta sigue tocando y nos fascinamos entre las vueltas de otros bailarines, estarán reinventándose como Cenicientos entre calabazas, con hadas madrinas autogestionadas, cada medianoche por siempre jamás.