Otro hombre común

Se levanta temprano, muy temprano. Se mira en el espejo y piensa: “un día más”.
No tiene escape de la rutina de estos años. Es lo que le ha caído en suerte, o más bien, es lo que ha buscado. Y con cada día que pasa, esa suerte-búsqueda le pasa la factura de cada uno de los viáticos que lo han dejado donde está.

El peso se siente. Es físico. Hoy, por ejemplo, no tiene ganas de ir a trabajar. Repasa el speech mental, eso de tirar siempre las mismas líneas ante las mismas posibles preguntas. Todo cambia. Nada cambia.
Tampoco tiene ganas de afeitarse. Tiene un día largo y sabe que, al final, alguien le reprochará también ese olvido. Juega a la apuesta mental de pensar quién será de todas las “ellas”. Es que los hombres se supone que no se fijan en eso. Después de todo, quizás hasta pueda imponer un look. La idea lo anima.

Enciende la radio y la primera oleada se le viene encima. Se recuerda a sí mismo que la información no para, que las cosas siguen su curso, que nadie perdona nada.
Parece que la ruta sigue siendo un desastre. Maldita sea la hora en el que se les ocurre hacer todo al mismo tiempo. Lo piensa y se lo repite hasta el hartazgo, mientras piensa cuál es el camino más despejado a esa hora para llegar al trabajo.

Cuando finalmente llega, lo espera la otra oleada. La del descontento interno, la del agua que horada la piedra. Tal parece que hoy no trabaja nadie hasta que no haya un acuerdo. Ese que les debe hace meses, pero que iban supuestamente “piloteando”. No hay diálogo que valga. Pide ayuda a sus primeras líneas, pero ya hay muchos otros partidos en los que están ocupadas y el suyo ni siquiera rankea en liga.

Piensa lo sorprendentemente rápido que alguien se queda solo. Se ríe ante la ironía cuando recuerda aquello de “mal acompañado”. El día recién empieza y la agenda ya está llena. Más de lo mismo, mientras se pregunta si es que alguna vez va a lograr hacer lo que quería.

Algunas voces que lo rodean le hablan de un futuro más ambicioso, en otra ciudad, más lejana y poderosa. Otras, ya en susurros tras puertas cerradas y en mesas de café, lo comparan con un antecesor al que solía mirar y de quien solía hablar con desprecio. Varias se arriesgan a vaticinar un tiempo cercano en el que sea otra la figura de peso en el paisaje, en uno que ya no lo contemple, claro.
Todos demandan, pocos ayudan. Varios critican, pocos solucionan. Algunas cosas salen bien, otras no pasan de malos intentos. De alguna manera el día pasa y él sobrevive. Un día menos.

Es tarde a la noche. Sus hijos ya duermen. Cada vez los puede seguir menos.
Tiene la presión por las nubes y puede imaginarse, en medio de ellas, al albañil y al perro que le van a apuntar a alguno de los flancos débiles desde página impar y a color del diario del día siguiente.

Es Intendente de una ciudad que vive el sueño de un mundo en barriles, va construyendo una grieta insalvable entre sus habitantes y se debate entre una actualidad urgente y un futuro anhelado.
Tiene cuarenta años y la misión de salvar la brecha del olvido, esa que muchos otros dejaron de lado antes que él.

Es un hombre común con un trabajo público.
¿Acaso no le estaremos pidiendo demasiado?