Despabílate, amor
Medianoche. En una calle perdida de un barrio marginal un taxista pierde la recaudación del día a manos de un pibe de 14 que quizás nunca aprenderá que robar no está bien. Con esos pocos pesos, se le van también la “sensación” de seguridad, las ganas de seguir laburando, el ánimo para pelearle a la vida un poco de dignidad. El crimen paga. El trabajo no.
Seis de la mañana. Una chica sale de su casa para tomar el colectivo. Vive en los kilómetros. Es la época del año en que todavía es noche a esa hora. La parada le queda cruzando un terreno baldío grande como dos canchas de fútbol. La iluminación no venía incluida con el plan de viviendas estatal. A mitad de camino, la cruza una camioneta de transporte de personal de una empresa petrolera. Lejos de sentirse protegida por la presencia, se siente amenazada. Los gritos de los hombres distan mucho de ser protectores. Se pregunta si tiene que soportar eso, mientras baja la mirada y camina lo más rápido que puede.
Once de la mañana. En pleno centro comercial, dos tipos asaltan una de las tiendas más tradicionales. Gritos, armas, forcejeos, sólo quieren la plata. Se escapan entre la gente que puebla la calle más transitada, en hora pico. Agarran a uno. A las pocas horas está de nuevo en la calle. Es menor de edad y sus padres lo fueron a buscar a la comisaría. Más tarde volverá a pasar por esa tienda, sólo para que lo vean. Y comprendan, claro.
Dos de la tarde. Una casa residencial en un barrio otrora tranquilo. Alguien toca el timbre y la señora que trabaja en la casa abre la puerta. Dos tipos, uno menor de edad, forcejean con ella para entrar. Les gana la pulseada y cierra la puerta. En menos de una hora, los negocios del mismo barrio empiezan a cerrar con llave, midiendo la cara del potencial cliente antes de abrirle. Ya no vale la pena arriesgarse por una venta.
Seis de la tarde. El tránsito hacia el centro de la ciudad es un caos. Los conductores no miden distancias ni velocidades, pasan semáforos en rojo, en un cálculo mortal por llegar dos minutos antes a destino. No importa si en los otros autos hay personas. Sólo importa llegar ya.
Diez de la noche. Un grupo de chicos rodean una casa. Ninguno tiene más de 15 años. Adentro, una mujer embarazada y su hijo de tres años. Uno toma una piedra y la arroja al techo. Los otros lo imitan. El ruido es terrible, el miedo paraliza. Ella piensa rápido y elimina la opción de llamar a la policía. Nunca van a llegar a tiempo. La seccional que le corresponde a su área tiene dos oficiales y ningún patrullero, tienen que caminar hasta el barrio o tomarse el colectivo que pasa cada media hora. Se encierra en su habitación, llama a su marido y espera que todo pase rápido. Se explica a sí misma que esto pasa porque en el mismo lugar recibieron casas algunas de las personas más conocidas del delito local. Es claro.
Tres de la madrugada. Un remisero sufre un nuevo intento de asalto. Le ponen un revólver en la nuca. Se llevan lo poco hecho en su turno. Son chicos. Quizás los mismos que asaltaron a su compañero la noche anterior. Nada cambia.
Otro día amanece. Todos los accesos a la ciudad están cortados. Los yacimientos se quedan vacíos, su gente detrás de los retenes. Son pocos los que pueden llegar a sus lugares de trabajo. La situación se extiende por horas, hasta llegar al otro día.
En medio de todo, las voces de políticos con cargo, jueces y fiscales preguntándose cómo y por qué. El coro de voces comunes trinando, alegando libertad y derechos que empiezan y terminan en una línea común.
Y los retenes siguen.
Los análisis que comiezan a cercar la acción en sólo un sector disconforme se multiplican.
El reclamo se mantiene.
Casi al borde de la orden judicial para liberar las rutas, se promete una vez más desde el gobierno destacar más personal policial en la ciudad.
La presión cede y se llega a un acuerdo casi inexplicable por lo ingenuo.
La ciudad vuelve a fluir sin darse cuenta.
Fue sólo un mal sueño.
Fue sólo un reclamo de un sector.
Los otros vivimos en un mundo aparte. Tan aparte, que ni nos enteramos.
Ahora podemos llegar donde queremos, sin que nadie nos retenga en las rutas.
Ahora podemos llegar al negocio donde seguirán robándonos, a la casa que nos seguirán apedreando, al recorrido donde nos seguirán robando la recaudación y rompiendo los vidrios, al lugar donde no podremos abrirle la puerta a nadie, a los baldíos oscuros e inseguros, a las seccionales sin patrulleros, al juzgado donde la letra de la ley no ayuda, al cargo público donde no terminamos de decidir algunas cosas, a las rutas con bravucones al volante, a la calle céntrica donde se pavonean los menores con antecedentes, a vivir en una época donde el valor del trabajo se ha perdido y sólo gana el que encuentra la vía fácil.
“Despabílate, amor… Que el horror amanece”.
/Gracias a la lectora que me recordó la película de Eliseo Subiela, que toma su nombre de un poema de Mario Benedetti. Los caminos de este mundo virtual son fascinantes…/
Seis de la mañana. Una chica sale de su casa para tomar el colectivo. Vive en los kilómetros. Es la época del año en que todavía es noche a esa hora. La parada le queda cruzando un terreno baldío grande como dos canchas de fútbol. La iluminación no venía incluida con el plan de viviendas estatal. A mitad de camino, la cruza una camioneta de transporte de personal de una empresa petrolera. Lejos de sentirse protegida por la presencia, se siente amenazada. Los gritos de los hombres distan mucho de ser protectores. Se pregunta si tiene que soportar eso, mientras baja la mirada y camina lo más rápido que puede.
Once de la mañana. En pleno centro comercial, dos tipos asaltan una de las tiendas más tradicionales. Gritos, armas, forcejeos, sólo quieren la plata. Se escapan entre la gente que puebla la calle más transitada, en hora pico. Agarran a uno. A las pocas horas está de nuevo en la calle. Es menor de edad y sus padres lo fueron a buscar a la comisaría. Más tarde volverá a pasar por esa tienda, sólo para que lo vean. Y comprendan, claro.
Dos de la tarde. Una casa residencial en un barrio otrora tranquilo. Alguien toca el timbre y la señora que trabaja en la casa abre la puerta. Dos tipos, uno menor de edad, forcejean con ella para entrar. Les gana la pulseada y cierra la puerta. En menos de una hora, los negocios del mismo barrio empiezan a cerrar con llave, midiendo la cara del potencial cliente antes de abrirle. Ya no vale la pena arriesgarse por una venta.
Seis de la tarde. El tránsito hacia el centro de la ciudad es un caos. Los conductores no miden distancias ni velocidades, pasan semáforos en rojo, en un cálculo mortal por llegar dos minutos antes a destino. No importa si en los otros autos hay personas. Sólo importa llegar ya.
Diez de la noche. Un grupo de chicos rodean una casa. Ninguno tiene más de 15 años. Adentro, una mujer embarazada y su hijo de tres años. Uno toma una piedra y la arroja al techo. Los otros lo imitan. El ruido es terrible, el miedo paraliza. Ella piensa rápido y elimina la opción de llamar a la policía. Nunca van a llegar a tiempo. La seccional que le corresponde a su área tiene dos oficiales y ningún patrullero, tienen que caminar hasta el barrio o tomarse el colectivo que pasa cada media hora. Se encierra en su habitación, llama a su marido y espera que todo pase rápido. Se explica a sí misma que esto pasa porque en el mismo lugar recibieron casas algunas de las personas más conocidas del delito local. Es claro.
Tres de la madrugada. Un remisero sufre un nuevo intento de asalto. Le ponen un revólver en la nuca. Se llevan lo poco hecho en su turno. Son chicos. Quizás los mismos que asaltaron a su compañero la noche anterior. Nada cambia.
Otro día amanece. Todos los accesos a la ciudad están cortados. Los yacimientos se quedan vacíos, su gente detrás de los retenes. Son pocos los que pueden llegar a sus lugares de trabajo. La situación se extiende por horas, hasta llegar al otro día.
En medio de todo, las voces de políticos con cargo, jueces y fiscales preguntándose cómo y por qué. El coro de voces comunes trinando, alegando libertad y derechos que empiezan y terminan en una línea común.
Y los retenes siguen.
Los análisis que comiezan a cercar la acción en sólo un sector disconforme se multiplican.
El reclamo se mantiene.
Casi al borde de la orden judicial para liberar las rutas, se promete una vez más desde el gobierno destacar más personal policial en la ciudad.
La presión cede y se llega a un acuerdo casi inexplicable por lo ingenuo.
La ciudad vuelve a fluir sin darse cuenta.
Fue sólo un mal sueño.
Fue sólo un reclamo de un sector.
Los otros vivimos en un mundo aparte. Tan aparte, que ni nos enteramos.
Ahora podemos llegar donde queremos, sin que nadie nos retenga en las rutas.
Ahora podemos llegar al negocio donde seguirán robándonos, a la casa que nos seguirán apedreando, al recorrido donde nos seguirán robando la recaudación y rompiendo los vidrios, al lugar donde no podremos abrirle la puerta a nadie, a los baldíos oscuros e inseguros, a las seccionales sin patrulleros, al juzgado donde la letra de la ley no ayuda, al cargo público donde no terminamos de decidir algunas cosas, a las rutas con bravucones al volante, a la calle céntrica donde se pavonean los menores con antecedentes, a vivir en una época donde el valor del trabajo se ha perdido y sólo gana el que encuentra la vía fácil.
“Despabílate, amor… Que el horror amanece”.
/Gracias a la lectora que me recordó la película de Eliseo Subiela, que toma su nombre de un poema de Mario Benedetti. Los caminos de este mundo virtual son fascinantes…/