El mejor de los nuestros
A veces me escucho decretos que no estoy tan segura que debieran tener vigencia.
“Todo pasa por alguna razón”. “Es lo que es”. Y ahí, en el lote de los últimos meses, se acomoda un clásico por reiteración: “el mejor de los nuestros”.
La última vez que lo pronuncié asociado al mismo personaje político de siempre, pensé si realmente lo era. Si a todas luces neutrales era el mejor de los nuestros. Tal vez sí, y su entorno no. Quizás ser el mejor no importe tanto, después de todo.
Señalar a los nuestros como generación y como pertenencia, como parte de una camada de supuestos cuadros bisagra que no terminan de encontrar la pared ideal para amurarse, es un ejercicio de identidad contemporánea casi no abordado.
Los nuestros como contraste de los que nos antecedieron e incluso de los que nos siguen desde las generaciones posteriores. Los nuestros como construcción colectiva de aquellos que se superaron en función de logros precedentes, pero no a sí mismos en las visiones heredadas.
Repaso las nuevas caras en la galería, algunos de las cuales he perfilado para terceros en los últimos meses. A esos no los conozco en una base constante y ni siquiera personal, pero sus historiales tienen la marca que requieren los nuevos tiempos públicos. Recorrer su galería de gestión pública y política fascina y desconcierta. De lectura intrincada, despiertan curiosidad en 360°, impactan en la emoción electoral, y hasta hay alguno que genera esa empatía militante que muchos ambicionan y fallan en recrear.
“Qué me podés decir de…” y empieza el juego. Que no lo es tanto, porque sobre eso se trazan decisiones, pero sí es banal porque… ¿quién pudiera perfilar con certitud a un referente en la política cambiante de este siglo? Llaman la atención de los observadores del poder, pero sus perfiles son la minoría del paisaje.
En estos días comienzan a aparecer los proyectos de los próximos mejores de los nuestros. A la luz de las listas incipientes, ya la frase es más un mantra que un convencimiento real.
Pocas veces en los últimos años se ha agitado tanto el caldo generacional de la política chubutense. Cada nombre que sale a girar en su rueda de la fortuna recibe el coro de Moiras dispuesto a tejerle destinos fatales. Amigo de uno, ahijado político de otro, heredero natural de aquel. No es habitual que ese coro hable de condiciones propias ni merecimientos, aunque existan las excepciones. Mucho menos aún que el nombre del entramado sea el de una mujer, claras perdedoras del trasvasamiento generacional imperante. Cada vez, y una vez más.
Del “vamos que vamos” a las UTE políticas, de los apellidos históricos a los que siempre quisieron en eternos intentos al margen. Con posicionadores profesionales dispuestos a comprarles la primavera sin disonancias y con fórmulas anacrónicas; con currículums construidos con cuidado para florear trayectorias que tal vez ni siquiera pesen al final. Con traspaso de cuentas por saldar de décadas de facturas políticas acumuladas, con el quebranto del que nada tiene para arriesgar y por eso juega.
Así surgen y apuestan a veces sordos a los señalamientos, escuchas de las sirenas cantoras; amantes del empoderamiento casual a la vez que testigos del poder que nunca es efímero sino trashumante. Así la vieja política aún determina lo nuevo, moldeándolo en legado de formas y visiones que sólo queda esperar sea resistido en la medida necesaria para consolidarse con esa experiencia pero sin recrear las limitaciones.
Aunque ninguno sea realmente el que esperábamos, avanzan los nuevos patrocinados en medio de la sucesión política más importante que haya visto Chubut desde el ciclo radical de Carlos Maestro.
La más vertiginosa. La más peronista sin serlo en los sellos.
La única que importará de aquí al 2019, y diseñará la clase política provincial de la próxima década.