Ella camina sola
No la conozco.
Es más: hasta hace un mes, ni siquiera sabía su nombre.
Quizás la haya visto en algún pasillo, como al pasar.
Quizás, si me esfuerzo cuando me la describen, puedo vislumbrar que alguna vez la he cruzado durante algún almuerzo.
Me cuentan lo que ha pasado con ella y lo escucho absorta.
Primero por la curiosidad humana normal, después con gran incredulidad, más tarde de lo que hubiera querido le sigue la indignación y, mucho después, la tristeza.
Y desde ese sentimiento decido hoy escribir sobre este secreto a voces que muchos disfrutan y tantos otros comparten todavía sin saber muy bien qué hacer con él.
Quizás sea una leyenda urbana de la petrociudad. Quizás no.
No es fácil dirimir entre realidad y ficción en estos tiempos.
Cuenta la historia que, hace unos meses, una mujer que trabaja en una empresa en la que su género todavía es minoría llevó su notebook corporativa al departamento de sistemas de la misma empresa.
Se la devolvieron sin el menor comentario y, poco después, dos videos íntimos que estaban en su máquina partieron por mail desde ese departamento a otros miembros de la empresa.
Los envíos se multiplicaron ad infinitum y por toda la jerarquía, trascendieron el ámbito de esa empresa, pasaron a varias empresas de servicios, llegaron a los livings de las casas y hasta dicen algunos que los han subido a You Tube.
Un día cualquiera, ya no importa cuándo, a alguien se le ocurrió que quedaba un límite más por trasponer y decidió pasar uno de esos videos en los televisores del transporte de personal que los devolvía a la ciudad. Dicen que nadie atinó a parar la proyección.
De las crónicas de los últimos tiempos, son varias las voces que arman el coro de la historia.
Algunos cuentan que vieron a esa mujer pidiendo la expulsión de la persona responsable de sacar el material de su máquina. Y son los mismos que reconocen que no le dieron ni el nombre del responsable.
Unos pocos comentan que alguien le hizo llegar el mensaje de falta de sustento para iniciar acciones legales.
Otros dicen que los cuarteles generales de la empresa la han citado para una conversación formal fuera de la ciudad.
Todos se sorpreden a coro de la actitud de esa mujer, que sigue caminando por los pasillos de esa empresa, cumpliendo con su trabajo, con aparente normalidad y calma.
Las voces femeninas lo cuentan con una mezcla de preocupación, miedo y tristeza. Quizás como adivinando que por cualquier motivo o el mismo bien podrían ser ellas las próximas. O quizás por esa solidaridad femenina que se impone en sotto voce cuando la testosterona satura el ambiente.
De todo lo escuchado sobre esta fábula/historia, lo que más me han sorprendido son los escudos que se esgrimen en los relatos como una especie de legitimación nefasta de esta forma de violencia.
El primer escudo consta en repetir como un credo que no debieran haber existido esos videos íntimos en una computadora corporativa.
Desde un punto de vista muy personal, es un argumento endeble y facilista. La pregunta inmediata es si sólo eso nos habilita para violar la intimidad de una persona de una manera tan impune y descarada. Porque admito que haberlos tenido almacenados ahí quizás haya sido un error de juicio, pero haberlos difundido fue completamente amoral.
Por otra parte, si nos ponemos ya en analistas, en esta era digitalizada todos sabemos que aunque borremos archivos de nuestras máquinas, el disco duro siempre delata ante el que sabe interrogarlo.
El segundo escudo radica en pensar que, como esa mujer decidió grabar su intimidad, la finalidad era que dejara de ser privada y se difundiera.
Es la misma justificación histórica para acciones tan aberrantes como, por ejemplo, la violación. Porque pensemos: ¿cuál es la distancia entre esa concepción y justificar una agresión sexual porque la mujer llevaba una vestimenta provocativa?
El tercer escudo se erige desde el mundo unipersonal y feliz. En suma: el consabido “que se joda”, que nos salva de todo y nos evita el compromiso, la solidaridad, el pensar más allá. Si le pasó a ella, podríamos pensar que nos puede pasar a nosotras, nuestra madre, o a tu hermana, tu novia, o tu mujer. Es inaudito elegir creer que alguien está a salvo cuando no hay reglas claras ni ley que ampare a las víctimas.
Y detrás de todos los escudos, dicen que dicen y a la vista está, la empresa.
La misma empresa que mantiene en sus filas a un hombre que encuentra un video privado en una computadora y lo hace público en una total falta de ética profesional.
La misma empresa que mantiene como contratista a la empresa de transporte de personal que emitió el video en una de sus unidades.
La misma empresa que mantiene entre sus filas a un hombre que le cede a una mujer el paso en una puerta para decirle inmediatamente que disfruta mucho más viéndola desde atrás.
La misma empresa cuyos líderes eligen con sus acciones y omisiones castigar a la víctima.
La misma empresa en la que, según demuestra esta historia, ser mujer todavía significa estar en desventaja.
Y ella camina sola por los pasillos de esa empresa.
Mira de frente a todos sus compañeros.
Almuerza en el comedor común mientras todos la miran y murmuran.
Trabaja como una profesional entre personas que tuvieron un acceso violento a su intimidad.
Ella camina sola en una ciudad donde ha quedado claro que las asociaciones que defienden la dignidad de los trabajadores están dominadas por hombres, porque ninguna ha caminado a su lado en esta humillación pública.
Ella camina sola en una ciudad donde una parva de idiotas en un auto le toca bocina en pleno centro, le grita obscenidades y la aplaude, y nadie hace nada.
Ella camina sola en una sociedad llena de ONGs que se quedan chicas y mudas ante el atropello.
Ella camina sola.
Y así, aún caminando sola, ella tiene más agallas de las que nunca tendrán todos los otros.
Todos los que la miran, todos los que murmuran, todos los hombres y mujeres que no se atreven a caminar a su lado.
Cuánto canalla impune.
Qué vergüenza… “señores”.
Nota Final
La historia cuenta que ella fue despedida de esa misma empresa a fines de Noviembre.
Ella quizás siga caminando sola otros pasillos, ojalá sean los que la lleven al menos a una justicia material. Su vida no será la misma por mucho tiempo.
Dicen que dicen que la razón esgrimida fue la imposibilidad -tras lo ocurrido- de continuar desarrollando su trabajo en esa compañía con normalidad.
La misma normalidad que personajes de esa misma empresa destruyeron palmo a palmo y sin intentar evitarlo.
Un atropello más. La más ruin de las decisiones para una mujer que merecía otro final.
Muchos de los que han leído esta columna quizás ya saben cuál es la empresa.
Les propongo un pacto de resistencia silente: la próxima vez que esa empresa enarbole la bandera de la responsabilidad social, contémonos esta historia para no olvidar.
Es más: hasta hace un mes, ni siquiera sabía su nombre.
Quizás la haya visto en algún pasillo, como al pasar.
Quizás, si me esfuerzo cuando me la describen, puedo vislumbrar que alguna vez la he cruzado durante algún almuerzo.
Me cuentan lo que ha pasado con ella y lo escucho absorta.
Primero por la curiosidad humana normal, después con gran incredulidad, más tarde de lo que hubiera querido le sigue la indignación y, mucho después, la tristeza.
Y desde ese sentimiento decido hoy escribir sobre este secreto a voces que muchos disfrutan y tantos otros comparten todavía sin saber muy bien qué hacer con él.
Quizás sea una leyenda urbana de la petrociudad. Quizás no.
No es fácil dirimir entre realidad y ficción en estos tiempos.
Cuenta la historia que, hace unos meses, una mujer que trabaja en una empresa en la que su género todavía es minoría llevó su notebook corporativa al departamento de sistemas de la misma empresa.
Se la devolvieron sin el menor comentario y, poco después, dos videos íntimos que estaban en su máquina partieron por mail desde ese departamento a otros miembros de la empresa.
Los envíos se multiplicaron ad infinitum y por toda la jerarquía, trascendieron el ámbito de esa empresa, pasaron a varias empresas de servicios, llegaron a los livings de las casas y hasta dicen algunos que los han subido a You Tube.
Un día cualquiera, ya no importa cuándo, a alguien se le ocurrió que quedaba un límite más por trasponer y decidió pasar uno de esos videos en los televisores del transporte de personal que los devolvía a la ciudad. Dicen que nadie atinó a parar la proyección.
De las crónicas de los últimos tiempos, son varias las voces que arman el coro de la historia.
Algunos cuentan que vieron a esa mujer pidiendo la expulsión de la persona responsable de sacar el material de su máquina. Y son los mismos que reconocen que no le dieron ni el nombre del responsable.
Unos pocos comentan que alguien le hizo llegar el mensaje de falta de sustento para iniciar acciones legales.
Otros dicen que los cuarteles generales de la empresa la han citado para una conversación formal fuera de la ciudad.
Todos se sorpreden a coro de la actitud de esa mujer, que sigue caminando por los pasillos de esa empresa, cumpliendo con su trabajo, con aparente normalidad y calma.
Las voces femeninas lo cuentan con una mezcla de preocupación, miedo y tristeza. Quizás como adivinando que por cualquier motivo o el mismo bien podrían ser ellas las próximas. O quizás por esa solidaridad femenina que se impone en sotto voce cuando la testosterona satura el ambiente.
De todo lo escuchado sobre esta fábula/historia, lo que más me han sorprendido son los escudos que se esgrimen en los relatos como una especie de legitimación nefasta de esta forma de violencia.
El primer escudo consta en repetir como un credo que no debieran haber existido esos videos íntimos en una computadora corporativa.
Desde un punto de vista muy personal, es un argumento endeble y facilista. La pregunta inmediata es si sólo eso nos habilita para violar la intimidad de una persona de una manera tan impune y descarada. Porque admito que haberlos tenido almacenados ahí quizás haya sido un error de juicio, pero haberlos difundido fue completamente amoral.
Por otra parte, si nos ponemos ya en analistas, en esta era digitalizada todos sabemos que aunque borremos archivos de nuestras máquinas, el disco duro siempre delata ante el que sabe interrogarlo.
El segundo escudo radica en pensar que, como esa mujer decidió grabar su intimidad, la finalidad era que dejara de ser privada y se difundiera.
Es la misma justificación histórica para acciones tan aberrantes como, por ejemplo, la violación. Porque pensemos: ¿cuál es la distancia entre esa concepción y justificar una agresión sexual porque la mujer llevaba una vestimenta provocativa?
El tercer escudo se erige desde el mundo unipersonal y feliz. En suma: el consabido “que se joda”, que nos salva de todo y nos evita el compromiso, la solidaridad, el pensar más allá. Si le pasó a ella, podríamos pensar que nos puede pasar a nosotras, nuestra madre, o a tu hermana, tu novia, o tu mujer. Es inaudito elegir creer que alguien está a salvo cuando no hay reglas claras ni ley que ampare a las víctimas.
Y detrás de todos los escudos, dicen que dicen y a la vista está, la empresa.
La misma empresa que mantiene en sus filas a un hombre que encuentra un video privado en una computadora y lo hace público en una total falta de ética profesional.
La misma empresa que mantiene como contratista a la empresa de transporte de personal que emitió el video en una de sus unidades.
La misma empresa que mantiene entre sus filas a un hombre que le cede a una mujer el paso en una puerta para decirle inmediatamente que disfruta mucho más viéndola desde atrás.
La misma empresa cuyos líderes eligen con sus acciones y omisiones castigar a la víctima.
La misma empresa en la que, según demuestra esta historia, ser mujer todavía significa estar en desventaja.
Y ella camina sola por los pasillos de esa empresa.
Mira de frente a todos sus compañeros.
Almuerza en el comedor común mientras todos la miran y murmuran.
Trabaja como una profesional entre personas que tuvieron un acceso violento a su intimidad.
Ella camina sola en una ciudad donde ha quedado claro que las asociaciones que defienden la dignidad de los trabajadores están dominadas por hombres, porque ninguna ha caminado a su lado en esta humillación pública.
Ella camina sola en una ciudad donde una parva de idiotas en un auto le toca bocina en pleno centro, le grita obscenidades y la aplaude, y nadie hace nada.
Ella camina sola en una sociedad llena de ONGs que se quedan chicas y mudas ante el atropello.
Ella camina sola.
Y así, aún caminando sola, ella tiene más agallas de las que nunca tendrán todos los otros.
Todos los que la miran, todos los que murmuran, todos los hombres y mujeres que no se atreven a caminar a su lado.
Cuánto canalla impune.
Qué vergüenza… “señores”.
Nota Final
La historia cuenta que ella fue despedida de esa misma empresa a fines de Noviembre.
Ella quizás siga caminando sola otros pasillos, ojalá sean los que la lleven al menos a una justicia material. Su vida no será la misma por mucho tiempo.
Dicen que dicen que la razón esgrimida fue la imposibilidad -tras lo ocurrido- de continuar desarrollando su trabajo en esa compañía con normalidad.
La misma normalidad que personajes de esa misma empresa destruyeron palmo a palmo y sin intentar evitarlo.
Un atropello más. La más ruin de las decisiones para una mujer que merecía otro final.
Muchos de los que han leído esta columna quizás ya saben cuál es la empresa.
Les propongo un pacto de resistencia silente: la próxima vez que esa empresa enarbole la bandera de la responsabilidad social, contémonos esta historia para no olvidar.