Sentados sobre calabazas

El hijo del policía. El sobrino del vecinalista. El nieto del albañil. La hija del doctor. La nuera de la empleada doméstica. El hermano menor del puntero.
Todos en la misma foto borroneada. Todos con iniciales en negro sobre blanco. Todos anónimos e inimputables.
El nene de mamá. La princesa de papá.

Los 16 de ayer convertidos en los 10 de hoy.
Demasiado estímulo para cerebros que sólo atinan a tomar el paso, cuando y como pueden, entre una niñez perdida cada vez más temprano, una adolescencia cada vez más adulta y una juventud que llega, sí, pero desgastada.
Demasiadas decisiones, sin importar las abundancias o carencias del entorno. Una agenda implícita que los pone a cargo de sus familias o de sus futuros, cuando apenas pueden manejar su propio cambio. Escuelas con horarios eternos o erráticos, familias con prioridades alteradas por trabajos que no se apiadan de nada o planes sociales adictivos, hogares disueltos por violencia, desidia, drogas y alcohol.
Deambulando en un mapa no siempre claro asoman ellos, los ciudadanos del post-bicentenario.

Nacieron en la superficialidad menemista, rodeados de menos fantasmas temibles y más ídolos con pies de barro. El desencanto los ha acompañado desde la cuna, y también el oportunismo.
Sus familias oscilaron entre la bonanza y la marginación de la segunda plata dulce. Tan extremos los vaivenes del péndulo que no podríamos señalar quiénes fueron los afortunados, si aquellos con su abundancia o estos con sus privaciones. A cada lado de la brecha, una casta de privilegiados.

La educación les llegó y les pasó por encima, en el momento en que la sociedad decidió moverse a fuerza de prepotencias para demostrarles que no siempre el trabajador honesto progresa y el delincuente cae en desgracia. El diario de ayer les confirmó que de poco vale el texto o gastar tiza en pizarra. Aquellos que recogieron valores de sus familias, los vieron destrozados portada tras portada, imagen tras imagen, con voz de informativo catástrofe que confirma siempre lo peor.

Portan cúmulos de frustraciones desahogadas en las pantallas de la Play o en la música cantada al palo en una habitación cerrada, y cuando las encuentran omnipresentes e intolerables las llevan a la calle para ahogarlas en humo, birra y vuelo.
Ser padres se convierte para ellos en un desafío temprano, el menor de los males en la ruleta rusa sexual en la que apuestan a cada vuelta su suerte y su cuerpo. Sus hijos nacen así a un mundo de inconsciencia que los deja a las puertas de cualquier futuro.
La búsqueda de identidad en pleno siglo XXI los encuentra en páramos virtuales donde se pueden inventar fortalezas pero no huir de las debilidades.
Algunos salen de esa caverna oscura, se apoyan en afectos y amigos, buscan la manera de canalizar esa fuerza tan potente del agujero negro interior, y lo logran. Pelean contra la carga de las pesadas herencias y la convencen de jugar a su favor. Acaso si alguien supiera qué los hace diferentes.

Tras décadas de palabrería de diagnósticos, sobre roles de familia, valores y educación, leyes y justicias, hoy nos miramos en charcos de agua turbia.
Hace dos días un padre policía renunció a su carrera en la fuerza. Su hijo de 17 años había sido arrestado en la madrugada mientras destrozaba un auto, en una cadena de hechos que ya sumaba ocho más incendiados. Como si de una burla del destino se tratara, él se jugó su vida y la carrera de su padre en una sola apuesta sin lógica aparente, dejándonos a todos con el eterno interrogante que busca la razón.
Narcisos sin dudas ni certezas, no podemos evitar preguntarnos con desazón quiénes nos salvarán de estos vengativos dioses menores que nos asolan con facturas ilegibles, destruyendo el esfuerzo de nuestras vidas.
Mientras tanto, la lotería de nenes y princesas fagocita a las próximas víctimas y no podemos sino esperar, ya desencantados y sentados sobre nuestras calabazas, que no sean los nuestros.