Pequeñas historias de horror
Desde fin del año pasado escucho pequeñas historias de horror sobre aquellos y aquellas que van perdiendo sus trabajos e ingresos, y lo mucho que eso afecta toda su vida y las de los suyos. En un segundo no hay más sueldo para vivir, carrera para estudiar, oportunidades educativas para los hijos, sostén para los padres, tratamientos médicos, ahorros para proyectar, planes… futuro.
Hace unos días escuché el último racconto y tuve un impulso que no sentía hace mucho tiempo: las ganas de volver a escribir. Mal, como saliera, con teclas oxidadas y sin estilo. No importaba, y testimoniar sí.
Tal vez me cansé. Quizás ya no me sirve admitir en voz baja a algún amigo que lloro con muchas de esas vivencias que me cuentan. Por ahí ya me resulta un insulto ese hay que aguantar del desafortunado discurso que cunde entre propios cómodos y ajenos encumbrados. O será porque pienso que el punto de quiebre social ya se superó y nadie estaba mirando.
“Ahí”.
La palabra chiquita que responde al “cómo estás” de rigor y que todos sabemos lo que realmente significa. “Ahí” de lo que no debiera ser. “Ahí” de lo que pasa y no se puede controlar ni evitar. “Ahí” de los peores miedos y los puntos finales.
Los que caminan más porque ya no pueden costear el pasaje del colectivo o el tramo en subte, los que comen sólo una vez al día para que alcance para las cuentas fijas que no paran de crecer, los que piensan en qué pueden privarse para no restarles a sus hijos, los que juntan sus “ahí” para no sentirse solos del todo en el sacrificio.
“Lloro todos los días”.
La frase con las palabras que no le salen al miedo, la que va acompañada de la mirada rota, y a la que le sigue el silencio o un susurrado “yo también”.
Se llora de impotencia, de bronca, y también por no saber cómo ayudar. Se llora para tomar fuerza y reinventar corajes, para volver al afuera más armados, para no quebrar frente al que está buscando justamente eso. Se llora, como me dijo una persona hace poco, porque la posibilidad de ser el próximo siempre es extenuante adentro.
“Te presto, te asilo, te ayudo…”
La solidaridad imposible, que va desde los libros, las compus o el WiFi hasta la plata para llegar a fin de mes, la comida invitada, el asilo cuando ya no hay para los alquileres, o los contactos para pasar el currículum actualizado a las apuradas. Los que dan lo que tienen y no les sobra, para que el otro no quede sin red. Los que se unen para pedir por alguien que simplemente no puede quedarse sin trabajo. La mano tendida que no sólo sostiene o comprende, sino que se convierte en abrazo y deja cada vez más solo al que se desentiende.
Los relatos de los hasta-hace-un-segundo compañeros y compañeras de trabajo que tienen que limpiar esos escritorios y oficinas de sus cosas personales y llevarlas al que no puede pasar la puerta...
El testimonio que revuelve el estómago de aquel al que le asignaron un número para que ya no sea un nombre –léase “una persona”- y cada día al llegar a su trabajo debe buscarse en la lista de los “números” despedidos…
La eterna evaluación de puestos que oculta la persecución cínica y el hábito del “despido de los viernes” que no sigue lógicas de productividad, para que siempre alguien pueda ser el próximo…
La historia de los universitarios que se organizan para hacer compras colectivas y así poder seguir estudiando y comiendo todos los días a la par…
La anécdota miserable del que desactiva huellas de un sistema de ingreso y, cuando le preguntan qué pasó, se ríe y lo asigna a una transitoria falla técnica…
Creo siempre en ese “saber luchar no sólo sin miedo sino también sin esperanza” del que alguna vez he escrito. Todo puede cambiar, puede re-significarse, y seguiría creyendo en la profunda dignidad de esas luchas.
Hoy tal vez sólo pasa que fue demasiado. Que las internas políticas hacen un ruido tan molesto como lejano a todo, que quienes debieran contar o cuestionar se quedan mudos mirando la hoguera y dando consejos sobre cómo caminar sobre las brasas…
Tal vez sólo pasa que todo esto nos pasa sin que en verdad nada lo transforme.
Miro ese pasar, escucho las voces, atestiguo las derrotas y no me engaño pensándome ajena: sé que son también las mías tanto como las del futuro de todos.
Lo escribo y no doy más de tristeza.
Una que no sabe de meritocracias, ni vagos mantenidos, ni militancias choripaneras, ni periodismos militantes, ni acusaciones de fanatismo descerebrado, ni subsidiados. Una que sólo es lo que es y duele adentro por el otro, por mí misma, por todos. Una que no afloja.