Al diablo con el invictus
Desde 2009, Mandela se parece mucho
más a Morgan Freeman, y los Springboks nos recuerdan que somos capitanes de
nuestra alma y amos de nuestros destinos.
No ha pasado más de unos pocos meses
en los que no vea publicado el famoso poema de William Ernest Henley en un
estado de Facebook, su línea más resonante en un tweet, o la escuche recitada
por alguien con total solemnidad en contextos de resistencia.
Hace un par de meses me lo encontré
colgado en la pared de una oficina, sin poder evitar la sorpresa por el lugar ni
frenarme al enunciar el asombro en voz alta.
Tal vez no todos sepan que ese poema
victoriano sí acompañó a Mandela en sus años de prisión, mas nunca fue
entregado al capitán de la selección sudafricana de rugby para alentar épica
alguna. Una licencia de guión, la necesidad de añadir poderío a la historia –como
si acaso lo necesitara- y esa evasiva de la realidad que toma el cine como
marca propia nos han privado de una sensación de perseverancia que tal vez
hubiera sido infinitamente más cercana a lo cotidiano. Más humana, de cualquier
modo, como mensaje y valor.
Es que la venta se hace sobre lo
invencible, lo victorioso y la pole position. El resto sólo acompaña
como elenco necesario, y muchas veces hasta merece el vapuleo humillante que
destinamos como sociedad a “los segundos” en todo.
Sin embargo, el Mandela real fue
mucho más sabio que su versión guionada y lo que supo entregarle a François Pienaar
fue un fragmento del discurso del presidente estadounidense Theodore Roosevelt
en la Sorbonne, en abril de 1910. Se llama “Ciudadanía en una república” y
contiene este extracto conocido como “El hombre en la arena”:
“No es el crítico quien cuenta; ni el hombre que señala con el dedo cómo tropieza el hombre fuerte, o dónde quien hace las cosas podría haberlas hecho mejor. El crédito le pertenece al hombre que se halla de hecho en la arena, aquel cuyo rostro está manchado de polvo y sudor y sangre; quien lucha con valentía; quien se equivoca, quien falla el golpe una y otra vez, porque no hay esfuerzo sin error y sin limitaciones; quien realmente lucha por llevar a cabo las acciones; quien conoce los grandes entusiasmos, las grandes devociones; quien agota sus fuerzas en una causa noble; quien si tiene suerte conoce al final el triunfo del gran logro, y si no la tiene, si falla, al menos fracasa atreviéndose con grandeza, de modo que su lugar nunca será con esas almas frías y tímidas que desconocen tanto la victoria como la derrota.”
La visión es impecable. Estremece.
Es el segundo el que crea y re-crea la historia, con suerte o sin ella,
evadiendo la timidez de su propia alma y confrontando la de otras.
Como en la versionada Invictus,
y mucho antes también, el valor del hombre en la arena ha quedado despreciado y
hasta en el olvido. Ganar o acertar es lo único válido, el dedo acusador es
soportado como ruido de fondo, y lo importante se centra en el valor del héroe
estoico que todo lo soporta porque la victoria de su espíritu es lo que lo
envuelve en gloria. Resistir antes que arriesgar, como si fuera sólo lo primero lo
que construye.
Esa gloria, como único destino
meritocrático, es lo que nos deja entrampados en la ilusión. En su estela y
mientras dure su búsqueda, el error no sólo es inadmisible sino que tampoco sirve
ni permite un hacer mejorado si no deriva en una victoria lineal. Quien falla,
no enseña ni se destaca ni persiste. Quizás ni siquiera existe el error en sí,
porque en la impermanencia no hay forma de fallar el golpe, ni una ni mil
veces. Tampoco es condenable entonces el eterno tribunero que, sin dar tregua
ni arriesgar realmente nada, toma protagonismo influyente en la condición de su
víctima.
Hace algunos años conocí a un
referente político nacional de muy bajo perfil. Un hombre del “poder detrás del
poder”. En un encuentro de militantes, se hizo una rueda en la que cada uno fue
invitado a dejar un mensaje en pie de igualdad. La mayoría habló sobre todo eso
que podía mejorarse, se demoró en los señalamientos sobre lo mal hecho, y el
mismo dedo se elevó para advertir que los errores no debían repetirse. A su
turno, esta persona habló pausado y con toda simpleza explicó: brillar,
brilla cualquiera; pero hay que estar todos los días trabajando, haciendo,
comprometiéndose, sin rendirse, sabiendo que ese brillo tal vez nunca llegue.
Habló de ese hombre en la arena
y, si bien para muchos pasó desapercibido o sonó a poco, a mí me pareció
sencillamente justo. Para la política, para el deporte, para la vida. Simple y
justo.
No sé en ustedes que leen estas
líneas, pero en mí resuena mucho más “el que cuenta”, el que desde la pugna
hace tal vez para equivocarse pero sabiendo siempre que habrá una oportunidad más
y estará mejor preparado. También se me hace infinitamente más simpática la
condena al crítico, al eterno director técnico, a las almas frías y tímidas.
Tanto en aquel mundial de rugby como
en esa oficina, tenía mucho más sentido la lucha del hacedor aunque llevara a la
derrota –con su marketing cansino e inmerecido- que aquella perfección del estoicismo.
La dignidad ante los golpes del
camino es loable, por cierto, y aún así provoca la acción desde ese arriesgarlo
todo sólo por no darle el gusto a la quietud que espera quien propina los porrazos.
Dependerá de momentos o contextos, tal vez; esos ajustes que requieren
actitudes distintas para escenarios diferentes, las otras mejillas que a veces
se hace necesario poner en juego por guión.
Sin embargo, los pies buscan la
arena aún cuando se caiga en el intento. Sólo porque transformar es
precisamente eso: pasar de la gloria a tiempo para dejar huella duradera,
perder lo necesario para aprender, y tal vez sólo hacer el camino con absoluta entrega.
Será cuestión de pura fe, entonces, el
abandonar la impermanencia cuando ya no nos salva ni nos preserva de nada, y al
diablo con el invictus impuesto como mandato.