Neonómades
En
los últimos cinco años he vivido en tres ciudades diferentes y viajado por
varias provincias. He trabajado en proyectos desde locales a internacionales con
la misma laptop destartalada y muchas veces moribunda en la que escribo este
post. Varios smartphones quedaron en el camino, y uno prestado apenas sobrevive
ahora para la tarea.
De
alguna forma pasó que dejé de tener una base fija para mi trabajo y las
carteras dieron paso sin preocupación a mochilas y morrales.
Me
he conectado desde aeropuertos, colectivos de larga distancia, cafés y
restaurantes, sedes de gobierno, auditorios y salones de eventos, puntos de
acceso libre en plena calle o espacios de co-working. He re-visitado esos locutorios
que sobreviven como pueden y usado las impersonales PC de cortesía que aún
existen en algunos hoteles. Tengo al menos dos chips de telefonía móvil
constantemente en uso, desde cualquier lugar, y una configuración en app para
cuando falla todo. En un estuche, duermen varios pendrives y sus archivos co-existen
en respaldos en otros soportes y en la “nube”.
Todavía
hay un punto geográfico al que llamo “mi casa”, otro que es “mi lugar elegido”,
y varios en los que paso días y noches por trabajo. Parto desde el elegido y
voy saltando de ciudad en ciudad, física o virtualmente. Cada tanto, vuelvo
realmente a casa.
Las
exigencias del alojamiento confortable se flexibilizan y toma el primer lugar en
la carrera de prioridades que el espacio de tránsito tenga wi-fi. He dormido en
lugares insólitos, con una conectividad impecable.
Hace
dos años, durante un viaje rutero y leyendo algún material sobre Gestión del
Conocimiento, me encontré con una categoría que al parecer podría definir esta
forma de trabajar: los “gitanos corporativos”.
“El grupo mayor de gitanos corporativos, con un número que crece todos los años, está constituido por los empleados contratados a terceros, colaboradores a tiempo parcial, consultores y empleados temporales que inflan los cuadros corporativos y, muchas veces, poseen todas las responsabilidades de un empleado a tiempo completo, sin que formen parte de la empresa. Es decir, venderán sus talentos a diversas empresas cada semana, trabajando algunos minutos para una de ellas antes de desplazarse para el próximo compromiso.”
A
pesar de la categoría “académica” y lo difundido de la práctica, aún enfrento
miradas desconfiadas cuando respondo que trabajo viajando o vía Skype, y paso
de anclarme a oficinas con tiempos muertos más de lo que sea necesario. También
ocurre que en un punto miro con recelo la estabilidad de los corporativos de
empresas y gobiernos, aunque no estoy segura de querer cambiarla por la
intensidad de tener una fuente de riqueza intelectual y humana en cada nuevo
proyecto. De la otra, la económica, podríamos debatir preferencias largo rato.
Así
de claro, con frecuencia recibo devoluciones todavía apegadas a las ocho horas
de oficina y el mandato de lunes a viernes como parte del paquete que
–supuestamente- asegura compromiso y productividad. O la más reciente que me
tocó escuchar: “entendí que querés trabajar desde tu casa”. Un cansancio
indisimulable se me cuela entre el fastidio y la sensación de batalla perdida
cuando rozo esos puertos, para algunos todavía irrenunciables aunque ya
encuentren poco de satisfactorio en ellos.
Hace
un año, en una de mis estadías corporativas, conocí a otra persona que trabaja
como yo. Fue como mirarse en el reflejo de un hermano de esta lucha que se va
imponiendo. En su caso, alterna su estadía entre el país y el extranjero, y se
mueve con su familia en caravana. Su naturalidad al relatar y exponer las
condiciones de contratación, sin ceder un centímetro, fue un atisbo de
esperanza.
En
Argentina todavía ocurre que el sistema laboral íntegro está preparado para
personas que nacen, trabajan y mueren en el mismo lugar. Bancos, impuestos, contratos,
derechos, la mentalidad de ejecutivos y funcionarios... todo.
La
burocracia organizacional aún considera a la ventanilla física territorial como
su forma más perfecta de llegada.
Sin
embargo, el avance de la cultura emprendedora y freelance va demandando
al sistema otras formas de respuesta y ya algunos comienzan a pensar en los
beneficios. Como es natural, aún en los beneficios a favor del contratante y no
compartidos, pero ese cambio también llegará.
Los
neonómades interactuamos y procuramos transformar contextos desde la
aceptación de sus particularidades. La misma que ejercemos cuando elegimos
nuestros propios escenarios de colaboración, y también la que esperamos que
desarrollen los actores de esos espacios hacia nosotros.
Aceptación
es darse cuenta que no se necesita un “trabajador” de 8 horas por día: se
necesita un talento asertivo, en proceso 24/7. Un cambio de mandatos que sería
deseable que nos lleve a una nueva expansión de fronteras productivas y
derechos laborales. Al menos en su formalización, porque en las rutas del día a
día esos límites ya quedaron muy atrás y el camino es tierra de nadie.
Aceptación
también es admitir que no hay una realidad única o masificada, sino una por cada
persona impactada y es necesario –tanto en diseños de proyectos empresariales
como de políticas públicas- llegar a esas realidades saliendo del condicionamiento
de un escritorio en una oficina sin interferencias.
No
es lo mismo escuchar a quien llega luego de la carrera de obstáculos de acceso
a la puerta de un despacho, que hacer los kilómetros necesarios para oír a esa
misma persona en su propia arena. Nada reemplaza la comprensión desde el lugar
del otro, en el lugar del otro. Jugar de visitante, abandonando el falso poder
de la localía, es un riesgo que lo ofrece todo a quien está equipado con la
visión y apertura para asimilarlo de forma sistemática.
Hace
unos días leía un concepto del consultor local Luis Babino sobre las Ciudades
Inteligentes: “No se trata de un desafío tecnológico, se trata de desafiar
la inteligencia gubernativa”.
Cientos
de personas que ya conforman esas ciudades hacen suyo ese desafío a las
inteligencias gubernativa y corporativa, expandiéndolas y provocándolas a la
innovación. Tal vez todavía las estructuras de gobiernos y empresas no crujen
de forma audible, pero las voces que las habitan murmuran cuestionamientos y fuerzan nuevas reglas.
El
cambio ya es transversal y migrante. Nos vuelve a convertir en nómades que avanzan construyendo
su propio mapa.