Peccadillo

Es la palabra en Inglés para las pequeñas faltas, diminutos pecados apenas discernibles. Claro que pertenece a nuestro idioma y hunde sus raíces en el Latín. Pero mucho más acá de la etimología, hoy quiero contarles de esos peccadillos, puestos así en otro idioma, como para disimularlos aún más.
Hace unos días recibía una gacetilla de prensa del Ministerio Público Fiscal informando sobre la suspensión de juicio a prueba al sindicalista petrolero Ángel Capurro por la histórica y violenta toma de la planta de Termap en Octubre de 2005.
Histórica porque es indudable que fue uno de los hechos que marcó la dura huelga petrolera que sentó un antes y un después en las negociaciones de la industria en la región.
Violenta porque un grupo de personas con rostros cubiertos, a excepción de Capurro, ingresó por la fuerza a la planta, golpeó con salvajismo a un guardia de seguridad y durante los días que duró la toma se dedicó a destruir, ensuciar -y algunos vecinos del barrio todavía lo recuerdan- robar cuanto se cruzó en su camino.
La legitimidad de un reclamo no es una carta blanca para hacer lo que venga en gana, como no lo es el reprimido sentido de postergación. Tengamos en claro que aquel legendario heroísmo de las luchas sociales tampoco borra la línea que sí existe -todavía y atemporal- entre lo que está bien y lo que claramente no lo está.
Ya debiéramos saberlo. Pero casi nunca lo recordamos.
Y a la hora de los premios y castigos en nuestra sociedad indulgente, a Alfredo Varas le tocó ser el olvidado trabajador de seguridad privada con la cabeza hundida por un mazazo y a quien, tras un prolongado tratamiento médico y varias operaciones, le toca aceptar un 60% de discapacidad y la imposibilidad de mantener a su familia.
Y a Ángel Capurro, líder de la toma y casi su única cara visible, le toca ser el exhonerado.
"Que actuó a cara descubierta, pero sin ejercer violencia contra las personas o daños en las instalaciones", indica el Juez.
Quizás.
Quizás él no fue quien hirió a Alfredo Varas. Pero sí era uno de los responsables de la acción que se llevaba adelante y la responsabilidad implica precisamente eso: la obligación de responder por los hechos, planificados, calculados o no.

Ni siquiera existe esa vergüenza privada que llevaría al poderoso y solvente sindicato a proveerle a la familia de Alfredo Varas un sustento de por vida. Sólo por ser sus afiliados quienes estaban ahí, participando de ese proceso avalado desde la estructura sindical. Y sólo por haber sido uno de sus afiliados quien ha puesto a ese trabajador en un camino de no regreso.
Nadie espera un gesto público, quizás sólo uno privado y silente sería más que necesario.
Pero no está en ellos esa decencia.
Sí está en los compañeros de trabajo de Alfredo Varas, quienes han hecho -mes tras mes- una donación de parte de sus salarios que sostienen familias y sueños para darle una oportunidad a la familia y los sueños de su compañero.

"El juez de garantías, Dr. Porras Hernández tomó la decisión de aceptar la probation, o suspensión de juicio a prueba, luego de citar extensa jurisprudencia y teniendo en cuenta el argumento de las partes. Imponiendo medidas de capacitación del imputado, condicionando su accionar futuro a no cometer más delitos, en cuyo caso se reactivaría el proceso, fijar domicilio y concretar presentaciones ante el cuerpo de Delegados de Control del Tribunal por el lapso de un año y medio. Finalmente Capurro deberá abonar una reparación equivalente a un mes de su salario".
Este es el párrafo final de la gacetilla.

Tomar una planta por la fuerza y destrozarla. Destruirle la vida a una persona. Todo se reduce a medidas de capacitación, no cometer más delitos, fijar domicilio y presentarse durante un año y medio en algún lugar. Y abonar un mes de salario, claro, como reparación.
Fue sólo un peccadillo.

Como es un peccadillo el desmanejo de la reconstrucción de un Centro de Promoción Barrial que significaba -y significa aunque en ausencia- un lugar de contención y trabajo para las personas de ese barrio. La Justicia paraliza la obra, los fondos que llegaron no aparecen... y seguimos en la espera. Espera que contiene el recuerdo de aquella hinchada de fútbol que lo incendió, en primer lugar, tras un partido que no les pareció del todo favorable. No hubo responsables ni tampoco culpables. Ni entonces, ni ahora. Y en el medio algún funcionario se dió el lujo de obligar a silencio a los reclamos de quienes dirigían ese lugar.

Y cómo no mencionar aquel peccadillo recurrente de permitir que el nombre de algún ex-funcionario, implicado en la investigación de una red de trata de personas en nuestra ciudad, sea una y otra vez considerado para retomar sus funciones públicas, ahora asomado sobre el hombro del candidato oficialista a la Intendencia?

Son tantos... tienen tantos nombres... algunos tienen tanta historia que se heredan como las bóvedas de la Recoleta. Aquel tema del transporte, este tema de la autovía, ese otro de la reconversión productiva... eternos peccadillos cometidos al pasar y solapados con el olvido.
Y como comunidad no nos damos cuenta o decidimos ignorar que la línea de razonamiento de esos peccadillos nos cuesta generaciones.
Por qué no puedo pegarle a la maestra de mi hija? O mejor todavía, por qué no puedo ir yo y pegarle a la maestra? Por qué le voy a decir algo a mi hijo, que quema con los amigos la biblioteca popular del barrio? O a mi hermano que le roba a la gente trabajadora del barrio? O a mi viejo, que rompe las vidrieras del centro y se hace de algo cada vez que gana el club de sus amores? Si nadie responde arriba, por qué yo acá abajo en mi pequeña realidad cotidiana no puedo atropellar a una persona y huir?
Ya no hay premios ni castigos, insisto, y aceptamos como normal que no los haya. Somos tan flexibles en los límites de nuestra tolerancia que todo se reduce a la nada.

Y así, rodeados de peccadillos que nos impactan sin tregua, nos hacemos poco a poco a la idea de que, si la Justicia no condena porque no puede y la sociedad no condena por miedo o comodidad, la solidaridad es sólo un triste reconocimiento de que nosotros bien podríamos ser la próxima víctima.