Un mundo de sensaciones
E. vive en el Máximo Abásolo. Uno de los barrios más populosos e infames de Comodoro.
Las calles muchas veces ni siquiera pueden ser consideradas más que huellas. Las casas son precarias. La grilla urbana, desdibujada y por momentos incierta.
E. tiene dos rutas para llegar a su casa. Una antes de las ocho de la noche y otra de ahí en más. A la segunda la llama “la ruta segura”.
Me encuentro llevándola de regreso después de un evento de la institución en la que colaboro y donde trabajó varias horas. Es muy tarde. Digamos casi las dos de la madrugada.
Me explica que tengo que seguir por donde vamos hasta que se termine el asfalto, y después seguir más, hasta que se termine la avenida ahora de tierra. Que a partir de ahí, ella me va a guiar.
Vamos hacia esa parte de la ciudad que apenas existe para la otra parte. Estigmatizados, sus habitantes muchas veces ni siquiera consiguen trabajo cuando dicen donde viven.
E. me cuenta que un día, estando en otro trabajo en la zona norte de Comodoro, escuchó por la radio que había tiroteo en el barrio. Luego de varios intentos logró que su hija contestara el teléfono. Estaba debajo de la mesa, los disparos sonaban en el aire. “Le pedí que no saliera de ahí hasta que no escuchara que todo se calmaba”, me dice resignada y recuerda otro día peor.
Había ido a comprar y saliendo del almacén del barrio un hombre se le acercó y empezó a caminar al lado de ella. E. ya sabe que no tiene que mirar a nadie a los ojos, no es seguro, puede pasar cualquier cosa.
Varias cuadras después, una voz que empieza a gritarle: “Señora, quédese donde está”. Luego de muchos pasos que iban agrandando la voz, E. decide levantar la vista para verse rodeada de policía. El hombre a su lado iba armado. Sólo recuerda que de alguna manera siguió caminando y la siguiente hora fue de dar explicaciones, convenciendo a los oficiales de que no conocía a quien caminaba a su lado. No entendían por qué no se había alejado de él.
Siento frío. De ese que viene con el miedo. Y me revuelve el estómago saber que alguien tiene que vivir así. La náusea también es un signo de dolor. Que alguien como E., digna, honesta, trabajadora, no tenga más opciones que vivir así. Ese dolor.
Llegamos a su casa por la ruta segura que marearía hasta al más ubicado. Un grupo de chicos está parado en la esquina frente a su casa, la cerveza que corre y las voces que suben y bajan. E. los conoce. Me da indicaciones.
“No los mire. Apenas yo cruce el alambre del cerco, mi hija me abre la puerta. No se preocupe por mi, porque yo ya estoy bien. Usted apenas me ve cruzar el alambre, arranque y no pare por nada. A dos cuadras está el asfalto. Una vez que llegue ahí, va a estar bien.”
Fueron las dos cuadras más largas de mi vida, con el corazón golpeando y los sentidos a toda máquina. Cuando llegué al asfalto y la luz, fue como llegar a la meta. El alivio fue físico.
Dos cuadras. Dos mundos.
Unos minutos después estaba entrando en mi casa.
No había chicos en la esquina. Podía mirar sin miedo. No necesitaba coordinar la entrada con nadie: podía cerrar el portón de mi casa, buscar mi llave y abrir mi puerta sin apuros ni corridas. Todavía…
Insisto. Nada entristece ni desmoraliza tanto como saber que no es suficiente ser trabajador y honrado para vivir con dignidad.
Hace unos días escuchaba al VicePresidente de la República repetir el credo de mucha clase político-dirigente por estos días: “la inseguridad es una sensación”.
Para E. y para muchos que son sus víctimas, día tras día y sin pausa, la inseguridad es una realidad condicionante y las palabras como esas son un cachetazo, un insulto.
Y para mí, que todavía tengo el cada vez más escaso privilegio de no sufrirla, también.
Las calles muchas veces ni siquiera pueden ser consideradas más que huellas. Las casas son precarias. La grilla urbana, desdibujada y por momentos incierta.
E. tiene dos rutas para llegar a su casa. Una antes de las ocho de la noche y otra de ahí en más. A la segunda la llama “la ruta segura”.
Me encuentro llevándola de regreso después de un evento de la institución en la que colaboro y donde trabajó varias horas. Es muy tarde. Digamos casi las dos de la madrugada.
Me explica que tengo que seguir por donde vamos hasta que se termine el asfalto, y después seguir más, hasta que se termine la avenida ahora de tierra. Que a partir de ahí, ella me va a guiar.
Vamos hacia esa parte de la ciudad que apenas existe para la otra parte. Estigmatizados, sus habitantes muchas veces ni siquiera consiguen trabajo cuando dicen donde viven.
E. me cuenta que un día, estando en otro trabajo en la zona norte de Comodoro, escuchó por la radio que había tiroteo en el barrio. Luego de varios intentos logró que su hija contestara el teléfono. Estaba debajo de la mesa, los disparos sonaban en el aire. “Le pedí que no saliera de ahí hasta que no escuchara que todo se calmaba”, me dice resignada y recuerda otro día peor.
Había ido a comprar y saliendo del almacén del barrio un hombre se le acercó y empezó a caminar al lado de ella. E. ya sabe que no tiene que mirar a nadie a los ojos, no es seguro, puede pasar cualquier cosa.
Varias cuadras después, una voz que empieza a gritarle: “Señora, quédese donde está”. Luego de muchos pasos que iban agrandando la voz, E. decide levantar la vista para verse rodeada de policía. El hombre a su lado iba armado. Sólo recuerda que de alguna manera siguió caminando y la siguiente hora fue de dar explicaciones, convenciendo a los oficiales de que no conocía a quien caminaba a su lado. No entendían por qué no se había alejado de él.
Siento frío. De ese que viene con el miedo. Y me revuelve el estómago saber que alguien tiene que vivir así. La náusea también es un signo de dolor. Que alguien como E., digna, honesta, trabajadora, no tenga más opciones que vivir así. Ese dolor.
Llegamos a su casa por la ruta segura que marearía hasta al más ubicado. Un grupo de chicos está parado en la esquina frente a su casa, la cerveza que corre y las voces que suben y bajan. E. los conoce. Me da indicaciones.
“No los mire. Apenas yo cruce el alambre del cerco, mi hija me abre la puerta. No se preocupe por mi, porque yo ya estoy bien. Usted apenas me ve cruzar el alambre, arranque y no pare por nada. A dos cuadras está el asfalto. Una vez que llegue ahí, va a estar bien.”
Fueron las dos cuadras más largas de mi vida, con el corazón golpeando y los sentidos a toda máquina. Cuando llegué al asfalto y la luz, fue como llegar a la meta. El alivio fue físico.
Dos cuadras. Dos mundos.
Unos minutos después estaba entrando en mi casa.
No había chicos en la esquina. Podía mirar sin miedo. No necesitaba coordinar la entrada con nadie: podía cerrar el portón de mi casa, buscar mi llave y abrir mi puerta sin apuros ni corridas. Todavía…
Insisto. Nada entristece ni desmoraliza tanto como saber que no es suficiente ser trabajador y honrado para vivir con dignidad.
Hace unos días escuchaba al VicePresidente de la República repetir el credo de mucha clase político-dirigente por estos días: “la inseguridad es una sensación”.
Para E. y para muchos que son sus víctimas, día tras día y sin pausa, la inseguridad es una realidad condicionante y las palabras como esas son un cachetazo, un insulto.
Y para mí, que todavía tengo el cada vez más escaso privilegio de no sufrirla, también.