2009 y van…
Casi sin sentirlo se fue el 2008 y llegó el nuevo año.
Esperado, en crisis, electoral, en guerra, inseguro, okupa, cansado antes de empezar.
Pareciera que también al mundo se le ha hecho difícil afrontar este año con esperanza.
Una recorrida por los canales “científicos” el primer día del 2009 y desde entonces arroja una serie de programas especiales con títulos dignos del mejor cine catástrofe: Imágenes del Apocalipsis, La Tierra sin Humanos, y así. Hasta la cartelera cinematográfica se estrenó con un “El día en el que la tierra se detuvo”, en el que un ser de otro planeta nos advierte que lo hemos hecho todo mal.
En suma, la idea imperante es un apocalíptico “moriremos todos”.
O nos arrasará una ola gigante, o nos llevará por delante un cometa, o un descuido de laboratorio nos eliminará con un virus, o el clima se volverá un enemigo letal, o algo así de masivo y express.
La realidad es que sí, moriremos todos, pero es probable que sea lento y doloroso y quizás nos vayamos exterminando solitos entre nosotros, de a poco y por impericia.
Quizás los virus nos irán ganando la batalla, aunque sea luego de años de hacer de la industria farmacéutica un negocio, un arma y un reino al que sólo tienen acceso los que pueden pagarla.
Quizás las ciudades queden desiertas, pero luego de que el costo de los alquileres y la pésima calidad de vida nos vayan barriendo hacia los suburbios y la inseguridad nos cobre vidas de a una. O tal vez porque estaremos dispuestos a enfrentarnos a como dé lugar por un pedazo de tierra.
Quizás una gran ola nos barra de a miles, aunque también es probable que sean las mareas extraordinarias las que se vayan comiendo los terrenos ganados al mar y con defensas mal construidas o inexistentes.
Quizás las inclemencias climáticas sean demasiado para tolerarlas o tal vez no sean tan inclementes como poco astuta la planificación urbana para atenuar su impacto.
Quizás sea más probable que nos lleve por delante un auto antes que un cometa. O que seamos nosotros los que, tentando al destino, nos dediquemos a pistear en rutas interurbanas, a poner a prueba el velocímetro en las rectas infinitas de las rutas nacionales o a salir de incógnito en las noches con autos sin luces ni patente.
Quizás quizás quizás.
Las probabilidades de que estemos vivos cuando llegue el fin de los tiempos disminuyen al mismo paso en el que inventamos nuevas formas de matarnos solos, como seres humanos y como forma de vida civilizada.
Mientras el mundo se imagina cómo desaparecerá, al menos en esta urbe, seguimos nuestro camino como forajidos.
Cada vez más el lejano sur se asemeja al lejano oeste, tomando por las malas lo que no se obtiene por las buenas.
Como si hubiéramos decidido vivir nuestro propio escenario apocalíptico, enfrentamos una estampa urbana con plazas y boulevards que se secan bajo el sol, veredas destruidas, calles de rally y hasta suciedad de descuido si miramos con atención. Cualquier terreno libre es presa de ocupaciones y uno se podría preguntar a quién se le ocurrirá primero tomar edificios o casas abandonados.
Los conflictos gremiales asoman en los lugares menos pensados, impulsados por ambiciones que se plantan en el tira y afloja del poder más que en la defensa de intereses laborales.
El fantasma negro de la recesión asoma en un horizonte más próximo de lo que muchos están dispuestos a aceptar y menos están preparados para enfrentar.
Propios y ajenos desesperan ante una administración municipal errática y comienzan a plantearse escenarios de cambios que nadie sabe si serán los necesarios o acaso útiles para revertir la rodada.
Como ciudadanos, exigimos explicaciones que no nos interesa escuchar cuando llegan, insultamos la incapacidad en lugar de juzgarla a fuerza de votos, no sabemos cómo acompañar sin desmerecer, no podemos construir desde lo que nos han dejado o lo que vamos consiguiendo.
Los discursos se repiten y las acciones ya probadas también, tornando a ambos insuficientes e improductivos.
Los golpes de timón no aparecen y tampoco se aprecian los cambios sutiles, lo que nos deja en el páramo de la sensación de inacción. Y como la sensación de inseguridad, tengan por seguro que es real, palpable e igual de frustrante.
Seamos sinceros: en el esquema en el que nos movemos hoy, podemos morir en un segundo por causas menos espectaculares que las proyectadas por los cerebros científicos.
Sólo es cuestión que alguien cruce una línea roja más, la enésima, y nadie haga nada eficaz para detenerlo.
Claro que siempre será más glamoroso que nos lo advierta un extraterrestre llegado de un mundo más evolucionado.
Y en esa categoría sí que no entro, aunque muchos digan que soy muy rara.
Esperado, en crisis, electoral, en guerra, inseguro, okupa, cansado antes de empezar.
Pareciera que también al mundo se le ha hecho difícil afrontar este año con esperanza.
Una recorrida por los canales “científicos” el primer día del 2009 y desde entonces arroja una serie de programas especiales con títulos dignos del mejor cine catástrofe: Imágenes del Apocalipsis, La Tierra sin Humanos, y así. Hasta la cartelera cinematográfica se estrenó con un “El día en el que la tierra se detuvo”, en el que un ser de otro planeta nos advierte que lo hemos hecho todo mal.
En suma, la idea imperante es un apocalíptico “moriremos todos”.
O nos arrasará una ola gigante, o nos llevará por delante un cometa, o un descuido de laboratorio nos eliminará con un virus, o el clima se volverá un enemigo letal, o algo así de masivo y express.
La realidad es que sí, moriremos todos, pero es probable que sea lento y doloroso y quizás nos vayamos exterminando solitos entre nosotros, de a poco y por impericia.
Quizás los virus nos irán ganando la batalla, aunque sea luego de años de hacer de la industria farmacéutica un negocio, un arma y un reino al que sólo tienen acceso los que pueden pagarla.
Quizás las ciudades queden desiertas, pero luego de que el costo de los alquileres y la pésima calidad de vida nos vayan barriendo hacia los suburbios y la inseguridad nos cobre vidas de a una. O tal vez porque estaremos dispuestos a enfrentarnos a como dé lugar por un pedazo de tierra.
Quizás una gran ola nos barra de a miles, aunque también es probable que sean las mareas extraordinarias las que se vayan comiendo los terrenos ganados al mar y con defensas mal construidas o inexistentes.
Quizás las inclemencias climáticas sean demasiado para tolerarlas o tal vez no sean tan inclementes como poco astuta la planificación urbana para atenuar su impacto.
Quizás sea más probable que nos lleve por delante un auto antes que un cometa. O que seamos nosotros los que, tentando al destino, nos dediquemos a pistear en rutas interurbanas, a poner a prueba el velocímetro en las rectas infinitas de las rutas nacionales o a salir de incógnito en las noches con autos sin luces ni patente.
Quizás quizás quizás.
Las probabilidades de que estemos vivos cuando llegue el fin de los tiempos disminuyen al mismo paso en el que inventamos nuevas formas de matarnos solos, como seres humanos y como forma de vida civilizada.
Mientras el mundo se imagina cómo desaparecerá, al menos en esta urbe, seguimos nuestro camino como forajidos.
Cada vez más el lejano sur se asemeja al lejano oeste, tomando por las malas lo que no se obtiene por las buenas.
Como si hubiéramos decidido vivir nuestro propio escenario apocalíptico, enfrentamos una estampa urbana con plazas y boulevards que se secan bajo el sol, veredas destruidas, calles de rally y hasta suciedad de descuido si miramos con atención. Cualquier terreno libre es presa de ocupaciones y uno se podría preguntar a quién se le ocurrirá primero tomar edificios o casas abandonados.
Los conflictos gremiales asoman en los lugares menos pensados, impulsados por ambiciones que se plantan en el tira y afloja del poder más que en la defensa de intereses laborales.
El fantasma negro de la recesión asoma en un horizonte más próximo de lo que muchos están dispuestos a aceptar y menos están preparados para enfrentar.
Propios y ajenos desesperan ante una administración municipal errática y comienzan a plantearse escenarios de cambios que nadie sabe si serán los necesarios o acaso útiles para revertir la rodada.
Como ciudadanos, exigimos explicaciones que no nos interesa escuchar cuando llegan, insultamos la incapacidad en lugar de juzgarla a fuerza de votos, no sabemos cómo acompañar sin desmerecer, no podemos construir desde lo que nos han dejado o lo que vamos consiguiendo.
Los discursos se repiten y las acciones ya probadas también, tornando a ambos insuficientes e improductivos.
Los golpes de timón no aparecen y tampoco se aprecian los cambios sutiles, lo que nos deja en el páramo de la sensación de inacción. Y como la sensación de inseguridad, tengan por seguro que es real, palpable e igual de frustrante.
Seamos sinceros: en el esquema en el que nos movemos hoy, podemos morir en un segundo por causas menos espectaculares que las proyectadas por los cerebros científicos.
Sólo es cuestión que alguien cruce una línea roja más, la enésima, y nadie haga nada eficaz para detenerlo.
Claro que siempre será más glamoroso que nos lo advierta un extraterrestre llegado de un mundo más evolucionado.
Y en esa categoría sí que no entro, aunque muchos digan que soy muy rara.