Las otras vigilias
Al
atardecer de este día cada año, frente al mar, cada vez menos comodorenses se
reúnen para compartir la Guardia de las Estrellas, el ritual de vigilia con el
que los veteranos locales eligen esperar el 2 de abril.
Según el
año hay más o menos actividad y concurrencia, músicos locales que acompañan con
su arte, el Ejército con su eterno chocolate bien caliente para pelearle al
frío, y el acompañamiento de los que se sienten convocados para recordar a sus
héroes.
Hace dos o
tres vigilias, se abrió una muestra histórica con elementos de combate,
fotografías y coberturas de prensa en el cercano Centro de Promoción Turística.
De esa
noche recuerdo una foto de un diario local mostrando una columna de los chicos
que salían del Aeropuerto “General Mosconi” hacia las islas.
Me recuerdo
mirando esas caras y pensando cuántos de ellos habían vuelto a sus casas y
cómo, descubriendo en los ojos esa mezcla de incertidumbre y miedo que
trasuntaba el papel.
No sé
cuándo comencé a asistir a las vigilias, sí recuerdo no haberme ido de una sin
llorar y la última en la que estuve antes de dejar la ciudad.
Éramos muy
pocos esa noche, incluso de las Fuerzas Armadas y el Liceo Militar había bajado
la cantidad de asistentes, y recuerdo la Marcha de Malvinas apenas tarareada, porque
de las 10 personas que me rodeaban solo dos sabíamos la letra.
En mi último
viaje desde Comodoro, en plena ruta escuché una entrevista que le hacían en LU4
al Comandante de la IX Brigada en su despedida de la ciudad. Él decía que en
pocos lugares había encontrado el sentimiento Malvinas tan vivo y que la ciudad
en sí era una “ciudad veterana”.
Es cierto.
Desde el
inicio de la guerra, Comodoro se había vuelto una ciudad movilizada y posible
objetivo de bombardeos.
Las
versiones comunes hablaban de un posible desalojo de tres manzanas a la redonda
del Liceo Militar “General Roca”, considerado para convertirse en base militar.
Cuando se supo que el Aeropuerto “General Mosconi”, base de la Brigada Aérea
Mecanizada, era una locación de despliegue de los Pucará la guerra quedó mucho
más cerca.
Ese abril
toda la flota de la empresa de mi papá fue afectada a Defensa Civil, las 24
horas del día, para ser utilizada como ambulancias.
Mucho
tiempo después supe de los jefes de manzana y los simulacros, de las alertas
–falsas o ciertas- por sobrevuelos de aviones ingleses; de la famosa alerta
roja real en la que nunca llegó a sonar la sirena de alarma; de los chicos de
otros colegios que debían usar collares de identificación; de la decisión de
Supervisión de Escuelas de trasladar a todos los alumnos a un refugio común…
¿Qué fue
del registro de aquellos días de guerra en la ciudad veterana? Supongo que
estarán en la memoria privada de cada uno, como lo están en la mía.
En 1982
tenía 8 años. Cursaba 3° grado en el Instituto María Auxiliadora de Comodoro
Rivadavia.
Tras el
desembarco en las islas, todo el colegio se reunió en el salón de actos, con
copias de la Marcha de Malvinas en mano, para aprenderla y cantarla de allí en
más. Eran una música y una letra desconocidas, incluso las copias todavía
tenían la línea “la perdida perla
austral”, que debía ser modificada por “la argentina
perla austral”.
Aunque ese
día no lo sabíamos, la guerra nos alcanzaría en mucho más que eso.
Una mañana
el curso fue convocado a votar para elegir a las alumnas más responsables. Fui
la más votada; la segunda fue María Carolina, hija de un miembro de la Fuerza
Aérea que entraba en el conflicto.
La misión
era simple: éramos la delegada y subdelegada de Defensa Civil en nuestro grado.
El aula tenía un botiquín de primeros auxilios y nuestra tarea era saber dónde
estaba y verificar que estuviera completo en todo momento. En caso de un
bombardeo, si nuestra “señorita” quedaba herida, éramos las responsables por
nuestras compañeras.
En todo
momento debíamos exhibir un brazalete con el símbolo de Defensa Civil.
No hacía
falta tener muchos años más para saber que nada de eso era un juego, como
tampoco lo que se esperaba de nosotras.
No recuerdo
mucho de mi infancia, pero sí es fotográfica la memoria de esos días.
De los
simulacros de bombardeo que nos dejaban debajo de los bancos o contra las
paredes a golpe de timbre, o los que implicaban evacuar a todo el colegio al
sótano y asumir posición de protección; también de las cartas al soldado
desconocido que muchos años después sabríamos que quizás ni siquiera fueron
enviadas.
Mis padres
tomaron la decisión de sacarme del colegio y de la ciudad una o dos semanas
después de que esas prácticas comenzaran.
Nos
trasladamos a un campo a 60 kilómetros de Comodoro. Teníamos agua, un grupo
electrógeno que se activaba por horas, faroles y velas para el después, y día
por medio alguien nos llevaría comida.
Un día
éramos solo cuatro –mi mamá, mi abuela, mi hermano y yo-; una medianoche y sin
aviso nos volvimos casi 30.
Casi toda
mi familia y algunas familias amigas habían decidido acompañarnos en el éxodo.
Solo mujeres y chicos; los padres permanecían en la ciudad.
En nuestro
refugio improvisado, los primos más grandes se hicieron cargo de los chicos
ocupando las horas muertas con “clases” sobre fardos de pasto, juegos, horas
interminables de campeonatos de Escoba, Loba y cubo mágico, y mucha pelea al
aburrimiento además de las inevitables entre nosotros mismos.
Las tías y
abuelas administraban tiempo y comidas, cocinaban, vivían su parte de
incertidumbre pegadas a la radio, esperaban y fumaban. Su dimensión de la
realidad y preocupaciones eran otras.
Hasta las
que no fumaban, a veces fumaban.
En épocas
de abundancia, su marca favorita; en días en que ya no hubo, los cigarrillos
armados; en escasez total, los experimentos como la hoja de un sauce o el papel
solo bien enroscadito.
Años
después todavía encontrábamos en los elásticos de las camas, los tarros de
galletitas y rincones imposibles de los roperos, viejos atados de Jockey Club
que habían sido amarrocados para cuando fueran realmente necesarios, y luego
olvidados.
La comida
llegaba día por medio, y con ella las novedades de lo que iba ocurriendo en la
ciudad. Fuimos afortunados, nunca nos faltó de lo uno ni de lo otro, aunque mi
mamá todavía hoy recuerda esos tres días en los que no llegó nadie ni supimos
nada de nada.
El relato
de la guerra provenía cada noche de la eterna “Siete Mares” a pila que traía la
voz de LU4 Radio Patagonia Argentina.
El otro
ritual era el noticiero de las 21 que emitía Canal 9 de Río Gallegos, el cual
nos llegaba en la única tele disponible y gracias a una antena que requería
ajuste casi constante para no perder la imagen.
Recuerdo la
noche en que esa misma pantalla nos devolvió un alerta roja de determinado
paralelo hacia el sur, la consiguiente corrida de mi mamá linterna en mano
hacia la casa donde estaba el grupo electrógeno, el frenético accionar de mis
tías cubriendo las ventanas con frazadas y todos demasiado asustados para
pensar al sur de qué paralelo realmente estábamos.
También
recuerdo a mi abuela después de escuchar en la radio que comenzarían a enlistar
a los liceístas, llorando y gritando desesperada: “mi hijo, mi hijo va a ir a
la guerra”.
Nada de lo
que podían decirle mis tías era suficiente para convencerla de lo contrario.
La novia de
ese hijo estaba ahí con nosotros y nos convocó a rezar. Nadie se negó. Una habitación
llena de chicos de 4 a 17 años, de rodillas, rosarios en mano y pidiendo por un
milagro, es el momento de fe más fuerte que recuerdo hasta hoy.
Fue una
noche muy larga rezando por un tío que podía ser soldado, por un posible
soldado no desconocido y por los otros que sí lo eran.
Fueron poco
más de veinte días de vivir una guerra en continente, entre versiones,
realidades, miedos y reacciones.
A nosotros
nos dejó en un lugar protegido, aunque con angustia y miedo, pero cuidados. A
otros los dejó sin nada a qué aferrarse.
En ese
tiempo paralelo, nuestra guerra fue esa, a miles de kilómetros de donde se
peleaba la otra.
En las polaroids de la memoria está mi prima
bebé durmiendo al lado de la cocina porque era el único lugar de la casa donde
no hacía tanto frío, las cartas marcadas para poder ganarle al otro equipo de
primos en el juego que tuviéramos en curso, el cubo mágico con el cuadrado
amarillo quemado por haber jugado muy sobre la luz de la vela, la pared de la
“cocina de campaña” con el conteo de tortas fritas que hizo mi abuela con
palotes de truco, la pista improvisada para autitos de carrera que mi hermano
de 4 años había construido con uno de mis primos, un fardo de pasto con una
campera puesta a modo de bandera para cantar el Himno o la Marcha cada mañana…
Hoy le
pregunté a mi mamá por qué nadie tenía fotos de esos días. Me contestó: “en ese
momento en lo último que pensamos fue en llevar una cámara, no era lo importante”.
Pasa el
tiempo y una, si quiere, descubre. Y allí estaban otras historias en otras
voces.
La de una
amiga que me contó de sus padres llevándoles comida y abrigo a los soldados que
iban hacia las islas y eran arrumbados en un galpón cerrado de la zona norte
comodorense, con oficiales que vivían en casas aledañas disfrutando de mucho
más que hambre y frío.
La de la
enfermera que cuidó a muchos veteranos en el Hospital Regional, relatando
imágenes de horror y desamor de una patria por la que dieron todo.
La de otro
miembro del mismo hospital que escribió sobre los que quedaron en el ala de
Psiquiatría, entrampados en su propio infierno.
La de un
veterano contándome en un micrófono sobre desmalvinización, sobre historias de
olvido y esa guerra que siguió cobrándose vidas mucho después de perdida.
De esas
historias tampoco he visto nunca fotos.
Entiendo
recién hoy que las imágenes más reales de las guerras son las que se llevan en
la memoria, porque no hay tiempo en esos minutos para otra cosa que no sea
seguir viviendo y tratar de recordar.
El vecino
de ese campo en el que estábamos se llamaba Don Miller. Había sobrevivido al
horror de la Segunda Guerra Mundial.
Cuando
empezó la Guerra de Malvinas, habló con mi papá y le dijo que la guerra era una
locura, que dejaba todo porque estaba convencido de que no iba a sobrevivir a
otra, que las guerras vuelven loca a la gente.
Hoy
Malvinas es un hashtag, una etiqueta viralizada, un mensaje de un nuevo
lenguaje que pareciera quedar inconexo de las realidades que fueron.
Para muchos
ese hashtag fue vida y muerte, apenas sobrevida, esperanza y decepción,
vergüenza y olvido, relato y memoria.
Cuando
observo manipular con ligereza ese sentimiento, convertirlo en pasto de
tribunas, o el desenfreno en algunas declaraciones e ilusiones de recuperar las
islas como sea, me aturdo.
No entiendo
quién, pudiendo elegir un camino por la paz, aboga por la inmediatez
irresponsable.
No entiendo
quién, sabiendo del dolor y la pérdida de una generación argentina, bastardea
por simplificación una memoria colectiva nunca realmente escrita ni atestiguada.
Quizás
estas fotografías de la memoria puestas afuera nos despeguen de las etiquetas
vacuas y nos encuentren en las vigilias de un sentimiento más humano y real.
Mientras
tanto, seguirá teniendo razón Don Miller: la guerra cambia a la gente.
Incluso si
es una eterna ilusión.