Quijotes, Sanchos y molinos
Contar fábulas siempre se me ha antojado un capricho no resuelto.
Nunca sé del todo cómo dar con los finales aleccionadores o felices, y la moralina se me hace repetitiva y aguada.
Esta noche lo reintento porque quiero escribir sin que alguien decida borrarme la letra.
Esta noche creo mucho menos de lo que creía a las 6 de la tarde.
Esta noche se me cayó un ídolo.
Supongo que a todos nos pasa alguna vez.
Esa persona que creíamos inteligente, brillante, distinta y que a la postre, en el tira y afloje de la cotidianeidad, termina siendo más débil, mezquina y humana de lo que ya somos los que peleamos por zafar. Y, a qué negarlo, puestos ante nuestra debilidad y sumada la decepción somos seres frágiles y muy volátiles.
Verán… es que yo adoro a los visionarios, pequeños Quijotes de nuestros tiempos con ideas propias y ritmo para germinarlas. Torpes y arrebatados, cuando cuidan el detalle tienen el mimo excesivo de los niños para con lo más frágil. Me pierdo en horas de escuchar sueños imposibles, quimeras, esplendores. Puedo ver lo que me cuentan sus palabras, caminar en las calles más angostas de esos mundos imaginarios y saberlas realidad con el paso de los años. Suelo recontar los ensueños con la fascinación de una Alicia frente al espejo. Quizás mucho de eso me venga de ser una incurable rata de biblioteca y otro tanto del ánima risueña de mis neuronas.
Me gustan menos los Sanchos, con la eterna bajada a tierra entre la comprensión, la lealtad sin cuestionamientos y la camaradería resignada. A veces me parecen no del todo cómodos ni satisfechos en su rol y creo adivinarles una secreta ambición por la quijotada -una que, ya liberados a sus instintos, podría significar su perversión y perdición. Quién sabe bien por qué, la simpatía se me hace esquiva ante la ambivalencia.
Y luego, allí como moles inconmovibles, los molinos. Gigantes para el delirio del más gallardo caballero y sólo máquinas para la sensatez de los impasibles. Como sea, lanzarse a la carga contra ellos sigue siendo -según desde el ángulo de cámara- un acto de hidalguía o una ambición loca y desbocada. Pero hay que tener y mucho para intentarlo.
Me deleita creer que asistimos a muchas cruzadas nobles en nuestros días, algunas tan mínimas que apenas las distinguimos en la vista de repaso del día a día. Otras veces, tienen nombres famosos que se animan a ir por más, sin importar las burlas y especulaciones de los entornos. Y las menos son tan nuestras que nunca las contaríamos en voz alta, tímidamente orgullosos al atesorarlas o sufrirlas.
Y hasta allí el ideal.
De este lado, el barro de lo que hay y se diluye en el aguacero.
Esta noche vi a un visionario disolverse sin remedio, a un Sancho con demasiado poder hundirlo aún más en su eterna confusión por salvarlo, y a un molino con muchas más que 250 aspas atrapando nuevos vientos, mientras se probaba por un rato la armadura.
Siempre se me ha ocurrido triste un final de un Quijote alucinando, perdido en paraísos aún más perdidos, de los cuales ha sido expulsado.
Me lo voy a ahorrar porque no estoy de ánimos y porque, como ya he dicho, nunca he sabido resolver estos finales en un "y vivieron felices por siempre jamás".
Quizás me quede por acá un rato, inventando letras, para curarme la desesperanza.
Quién sabe… tal vez a fuerza de intentarlo, lo logre, y entonces otro Quijote –ojalá el mismo ojalá- me reconcilie con nuevas quimeras.
Nunca sé del todo cómo dar con los finales aleccionadores o felices, y la moralina se me hace repetitiva y aguada.
Esta noche lo reintento porque quiero escribir sin que alguien decida borrarme la letra.
Esta noche creo mucho menos de lo que creía a las 6 de la tarde.
Esta noche se me cayó un ídolo.
Supongo que a todos nos pasa alguna vez.
Esa persona que creíamos inteligente, brillante, distinta y que a la postre, en el tira y afloje de la cotidianeidad, termina siendo más débil, mezquina y humana de lo que ya somos los que peleamos por zafar. Y, a qué negarlo, puestos ante nuestra debilidad y sumada la decepción somos seres frágiles y muy volátiles.
Verán… es que yo adoro a los visionarios, pequeños Quijotes de nuestros tiempos con ideas propias y ritmo para germinarlas. Torpes y arrebatados, cuando cuidan el detalle tienen el mimo excesivo de los niños para con lo más frágil. Me pierdo en horas de escuchar sueños imposibles, quimeras, esplendores. Puedo ver lo que me cuentan sus palabras, caminar en las calles más angostas de esos mundos imaginarios y saberlas realidad con el paso de los años. Suelo recontar los ensueños con la fascinación de una Alicia frente al espejo. Quizás mucho de eso me venga de ser una incurable rata de biblioteca y otro tanto del ánima risueña de mis neuronas.
Me gustan menos los Sanchos, con la eterna bajada a tierra entre la comprensión, la lealtad sin cuestionamientos y la camaradería resignada. A veces me parecen no del todo cómodos ni satisfechos en su rol y creo adivinarles una secreta ambición por la quijotada -una que, ya liberados a sus instintos, podría significar su perversión y perdición. Quién sabe bien por qué, la simpatía se me hace esquiva ante la ambivalencia.
Y luego, allí como moles inconmovibles, los molinos. Gigantes para el delirio del más gallardo caballero y sólo máquinas para la sensatez de los impasibles. Como sea, lanzarse a la carga contra ellos sigue siendo -según desde el ángulo de cámara- un acto de hidalguía o una ambición loca y desbocada. Pero hay que tener y mucho para intentarlo.
Me deleita creer que asistimos a muchas cruzadas nobles en nuestros días, algunas tan mínimas que apenas las distinguimos en la vista de repaso del día a día. Otras veces, tienen nombres famosos que se animan a ir por más, sin importar las burlas y especulaciones de los entornos. Y las menos son tan nuestras que nunca las contaríamos en voz alta, tímidamente orgullosos al atesorarlas o sufrirlas.
Y hasta allí el ideal.
De este lado, el barro de lo que hay y se diluye en el aguacero.
Esta noche vi a un visionario disolverse sin remedio, a un Sancho con demasiado poder hundirlo aún más en su eterna confusión por salvarlo, y a un molino con muchas más que 250 aspas atrapando nuevos vientos, mientras se probaba por un rato la armadura.
Siempre se me ha ocurrido triste un final de un Quijote alucinando, perdido en paraísos aún más perdidos, de los cuales ha sido expulsado.
Me lo voy a ahorrar porque no estoy de ánimos y porque, como ya he dicho, nunca he sabido resolver estos finales en un "y vivieron felices por siempre jamás".
Quizás me quede por acá un rato, inventando letras, para curarme la desesperanza.
Quién sabe… tal vez a fuerza de intentarlo, lo logre, y entonces otro Quijote –ojalá el mismo ojalá- me reconcilie con nuevas quimeras.