Good Show
A veces pienso que en materia de gestiones culturales vamos perdidos. Así, sin chance de optimismo. Pensarlo no sería nada si no fuera porque, más o menos cada cuatro años, la idea tiene a reafirmarse.
Superado el asombro de ver confundir y sojuzgar conceptos sin tregua, más de una vez sólo queda la profunda desazón de ver que, capítulo tras capítulo, se repite la historia.
Y no pasa por una mera resistencia al cambio, como se ha declarado con absoluta convicción. Pasa por el hastío de ver cómo la cultura también se ha convertido en territorio de deterministas que deciden qué es cultura y qué no, y lo comunican con una ligereza tal que deja entrever más que firmeza de carácter, llana ignorancia.
De cada ciudad en la que he estado, argentina o extranjera, siempre me ha cautivado por partes iguales el circuito oficial con sus museos, muestras y teatros, como el circuito alternativo con la informalidad del arte callejero, la música al paso y las voces de las minorías que distan mucho de ser silentes. Me maravillo, lo disfruto, participo, busco, me identifico, me emociono.
Cultura es identidad. Desde el idioma hasta el dialecto. Desde las danzas circulares hasta el ballet. Desde los cánticos tribales hasta la ópera. Desde el artista circense hasta el actor laureado. Desde la caricatura callejera hasta el cuadro de exposición. Desde la rima casual hasta las novelas de culto. Todo lo que nos rodea como expresión de lo que somos. Cultura es mucho más que “espectáculo masivo al aire libre”. Lo contiene, sí, pero viene desde algo más profundo y lo trasciende mucho más allá.
Y Comodoro Rivadavia es una ciudad rica en cultura. Desde el enorme tesoro casi nunca valorado de las culturas nativas, hasta la maravillosa y sostenida en el tiempo herencia cultural inmigrante. Nuestra cultura es un abanico apabullante y de un atractivo único cuando se lo amalgama con la avanzada “made in Comodoro” que las generaciones de “treinta y pico” han ido construyendo los últimos años desde el teatro, la música, la danza, la pintura, la imagen, la palabra, pero sobre todo desde el compromiso y la pasión.
Nuestro problema no es carecer de cultura, sino de los puentes tendidos entre todas sus expresiones para ponerlos a todos en valor. Nuestro nudo de conflicto es la gestión cultural, que muchas veces cae en la tentación de valorar una expresión en desmedro de otra, convirtiendo todo en una especie de justicia cultural con visos de revanchista.
Quizás no ha ayudado la carencia de estructura física para las diferentes manifestaciones, en especial la falta de espacios públicos.
El Ceptur es pequeño en superficie, pero los latidos que va emitiendo con sus sucesivas exposiciones de pintura, fotografía y hasta escultura, no son desdeñables. Su espacio también ha contenido y contiene a ciclos de cine debate, conciertos de artistas locales y exposiciones de los jóvenes de la ciudad que muestran una más que interesante mirada de sus propios barrios desde el lente de una cámara.
El Centro Cultural es una promesa, lo mismo que el incipiente Predio Ferial. Y las plazas quedan en el entredicho entre lo que es el derecho al espectáculo al aire libre y el derecho a la tranquilidad de quienes viven alrededor.
Poco se ha hecho para llevar los espacios de exposición y expresión a los barrios, quizás utilizando como plataforma las sedes de las uniones vecinales. Más allá del programa de Talleres Barriales -que no son exclusivamente culturales- no se ha planteado la posibilidad de descentralizar físicamente el circuito cultural.
Si a esto sumamos la falta de una Escuela Municipal de Danzas, o de Idiomas, o de Teatro, o de Música, o de Bellas Artes, la ecuación nos deja en un páramo de suma de voluntades que casi siempre son privadas. Es necesario, imprescindible, un lugar donde cualquiera pueda formarse, educarse, superarse, encontrar esa voz interior y manifestarla, sin importar su condición económica.
Tal vez todo esto suene superficial frente a las necesidades urgentes. Siempre habrá algo más urgente que la cultura, pero es menester recordar que nunca habrá nada más importante. La cultura y la educación forman esa aleación que ha salvado a pueblos de los errores de sus propias historias. Son las puntas de lanza, junto al deporte quizás, que han roto el techo de cristal que la exclusión socio-económica planta sobre niños y adolescentes que se ven encerrados en un corralito de oficios y no profesiones, esquinas de birra y faso, y grafitti de cancha en paredes y monumentos.
Confieso que he sido una privilegiada. He crecido rodeada de libros, música, cine, teatro, arte. He completado mi educación obligatoria y pasado por alguna que otra Universidad. Sin apuros económicos o con ellos, siempre he encontrado una voz en alguno de esos espacios que me ha guiado o sostenido en las malas de la vida.
Puedo escuchar cumbia, rock o música clásica y bailar en ese ritmo ecléctico con mezcla propia.
Puedo ver películas de acá, de allá y del otro lado, sólo por el hecho de sumar miradas que enriquecerán la mía.
Puedo leer poesía local contemporánea o una novela clásica universal. Las voces detrás de las letras siempre tendrán un mensaje destinado a perdurar como un eco.
Y también puedo ver elecciones de Reinas y reconocer que la belleza física también es un valor que puede transmitir otros valores, y que esos eventos en sí pueden servir para difundir industrias-arte como la del diseño de indumentaria así como las soberanas pueden ser vías de difusión de otros atractivos locales.
La cultura y la educación me han dado el mayor de los regalos: el criterio.
Aún así, de todos los “puedo” citados, siempre termino enquistada en un “no puedo”.
No puedo entender -por más que trato- que quienes tienen como responsabilidad la gestión cultural decidan usarla como factor de exclusión basados en una concepción, sino dudosa, al menos muy limitada.
Superado el asombro de ver confundir y sojuzgar conceptos sin tregua, más de una vez sólo queda la profunda desazón de ver que, capítulo tras capítulo, se repite la historia.
Y no pasa por una mera resistencia al cambio, como se ha declarado con absoluta convicción. Pasa por el hastío de ver cómo la cultura también se ha convertido en territorio de deterministas que deciden qué es cultura y qué no, y lo comunican con una ligereza tal que deja entrever más que firmeza de carácter, llana ignorancia.
De cada ciudad en la que he estado, argentina o extranjera, siempre me ha cautivado por partes iguales el circuito oficial con sus museos, muestras y teatros, como el circuito alternativo con la informalidad del arte callejero, la música al paso y las voces de las minorías que distan mucho de ser silentes. Me maravillo, lo disfruto, participo, busco, me identifico, me emociono.
Cultura es identidad. Desde el idioma hasta el dialecto. Desde las danzas circulares hasta el ballet. Desde los cánticos tribales hasta la ópera. Desde el artista circense hasta el actor laureado. Desde la caricatura callejera hasta el cuadro de exposición. Desde la rima casual hasta las novelas de culto. Todo lo que nos rodea como expresión de lo que somos. Cultura es mucho más que “espectáculo masivo al aire libre”. Lo contiene, sí, pero viene desde algo más profundo y lo trasciende mucho más allá.
Y Comodoro Rivadavia es una ciudad rica en cultura. Desde el enorme tesoro casi nunca valorado de las culturas nativas, hasta la maravillosa y sostenida en el tiempo herencia cultural inmigrante. Nuestra cultura es un abanico apabullante y de un atractivo único cuando se lo amalgama con la avanzada “made in Comodoro” que las generaciones de “treinta y pico” han ido construyendo los últimos años desde el teatro, la música, la danza, la pintura, la imagen, la palabra, pero sobre todo desde el compromiso y la pasión.
Nuestro problema no es carecer de cultura, sino de los puentes tendidos entre todas sus expresiones para ponerlos a todos en valor. Nuestro nudo de conflicto es la gestión cultural, que muchas veces cae en la tentación de valorar una expresión en desmedro de otra, convirtiendo todo en una especie de justicia cultural con visos de revanchista.
Quizás no ha ayudado la carencia de estructura física para las diferentes manifestaciones, en especial la falta de espacios públicos.
El Ceptur es pequeño en superficie, pero los latidos que va emitiendo con sus sucesivas exposiciones de pintura, fotografía y hasta escultura, no son desdeñables. Su espacio también ha contenido y contiene a ciclos de cine debate, conciertos de artistas locales y exposiciones de los jóvenes de la ciudad que muestran una más que interesante mirada de sus propios barrios desde el lente de una cámara.
El Centro Cultural es una promesa, lo mismo que el incipiente Predio Ferial. Y las plazas quedan en el entredicho entre lo que es el derecho al espectáculo al aire libre y el derecho a la tranquilidad de quienes viven alrededor.
Poco se ha hecho para llevar los espacios de exposición y expresión a los barrios, quizás utilizando como plataforma las sedes de las uniones vecinales. Más allá del programa de Talleres Barriales -que no son exclusivamente culturales- no se ha planteado la posibilidad de descentralizar físicamente el circuito cultural.
Si a esto sumamos la falta de una Escuela Municipal de Danzas, o de Idiomas, o de Teatro, o de Música, o de Bellas Artes, la ecuación nos deja en un páramo de suma de voluntades que casi siempre son privadas. Es necesario, imprescindible, un lugar donde cualquiera pueda formarse, educarse, superarse, encontrar esa voz interior y manifestarla, sin importar su condición económica.
Tal vez todo esto suene superficial frente a las necesidades urgentes. Siempre habrá algo más urgente que la cultura, pero es menester recordar que nunca habrá nada más importante. La cultura y la educación forman esa aleación que ha salvado a pueblos de los errores de sus propias historias. Son las puntas de lanza, junto al deporte quizás, que han roto el techo de cristal que la exclusión socio-económica planta sobre niños y adolescentes que se ven encerrados en un corralito de oficios y no profesiones, esquinas de birra y faso, y grafitti de cancha en paredes y monumentos.
Confieso que he sido una privilegiada. He crecido rodeada de libros, música, cine, teatro, arte. He completado mi educación obligatoria y pasado por alguna que otra Universidad. Sin apuros económicos o con ellos, siempre he encontrado una voz en alguno de esos espacios que me ha guiado o sostenido en las malas de la vida.
Puedo escuchar cumbia, rock o música clásica y bailar en ese ritmo ecléctico con mezcla propia.
Puedo ver películas de acá, de allá y del otro lado, sólo por el hecho de sumar miradas que enriquecerán la mía.
Puedo leer poesía local contemporánea o una novela clásica universal. Las voces detrás de las letras siempre tendrán un mensaje destinado a perdurar como un eco.
Y también puedo ver elecciones de Reinas y reconocer que la belleza física también es un valor que puede transmitir otros valores, y que esos eventos en sí pueden servir para difundir industrias-arte como la del diseño de indumentaria así como las soberanas pueden ser vías de difusión de otros atractivos locales.
La cultura y la educación me han dado el mayor de los regalos: el criterio.
Aún así, de todos los “puedo” citados, siempre termino enquistada en un “no puedo”.
No puedo entender -por más que trato- que quienes tienen como responsabilidad la gestión cultural decidan usarla como factor de exclusión basados en una concepción, sino dudosa, al menos muy limitada.