Pobre niña rica

Siempre me ha asombrado esa extraña actitud de pataleo que tenemos los comodorenses y que, sin querer queriendo, nos aleja de todo lo que podríamos ser.

Hablo de ese berrenchismo de nena malcriada que quiere todo lo que los otros tienen y, cuando consigue algo en particular, lo mira con desdén, lo hace a un lado, quiere lo otro que no le dieron y se deshace en reclamos invocando justicia y alegando merecimiento.

Que mi ciudad se merece destinos de grandeza es algo en lo que elijo creer. Todos pensamos más o menos lo mismo de nuestros lugares en el mundo. Sin embargo, hay un detalle: la única barrera entre mi ciudad y su destino somos los comodorenses.

Raza no gregaria, todavía hoy –pasado el boom migratorio- miramos con desconfianza a los no tan recién llegados y seguimos socializando de la puerta para adentro con “los de toda la vida”.
No generamos espacios de encuentro, actividades de inclusión, nuevos lugares con identidades múltiples. Todo es nosotros, lo nuestro, lo nyc. Y miramos a los otros, los traídos a la fuerza, los venidos y quedados, como a esos que están de paso, explotándonos.
Es cierto que la generación de los treinta estamos creando una raza de comodorenses que siente suya a su ciudad pero sin exclusivismos y pretende un cambio urbano-cultural acorde. Pero también es cierto que, ante determinadas avanzadas gubernamentales e institucionales, somos los mismos que pensaríamos dos veces y aún así nos iríamos a buscar caminos en otro lado.

Hemos visto a nuestra ciudad buscar su identidad como destino turístico de convenciones, como polo cultural, como centro regional de eventos deportivos. Y la hemos visto, una y otra vez, estrellarse con su Bureau de Convenciones que no despega, con sus empresarios de espectáculos remando contra gestiones gubernamentales de Cultura que no acompañan, con clubes deportivos que se dan de bruces contra la realidad del financiamiento de categorías nacionales. La hemos visto aislada de la red aérea, limitada en su red vial, resignada a la eterna inconsistencia de su oferta turístico-cultural.

Una ciudad que había logrado realzar los festejos de su aniversario se enfrenta este año a una austeridad mal entendida que, mientras ahorra en elecciones de Reina, despilfarra en salarios a personajes cuestionados -anque alineados- que se encumbran al frente de “Programas” varios que bien podrían ser llevados adelante por el organigrama tradicional y sus responsables.
Una ciudad que se convirtió en asombro del propio Presidente de la Nación por haber revivido los espacios verdes, ve impasible la avanzada que propone “amigarse con el desierto” y abandona el riego de boulevards y plazas.
Una ciudad que ha tenido una sede de una Universidad Nacional acollarada por su escaso presupuesto y sin mayor participación en la vida comunitaria que la ocasional que ha partido casi en exclusividad de inquietudes de su ámbito académico, se pregunta ahora cómo le pasó el proyecto de la Universidad del Chubut por encima y por qué se pretende que el campus se sitúe en Rawson.
Una ciudad que había logrado establecerse en polo de eventos deportivos de relevancia nacional, que le brindaban a su vez una inserción en el mapa turístico regional, mira pasar las categorías hacia otras regiones que tienen más en claro el mapa integral que conforman el deporte, la cultura, el conocimiento y el turismo.
Esa ciudad es la nuestra. Eternamente insatisfecha como a su vez incapaz de apreciar mientras tiene y dar un valor a sus recursos.

Entonces no es extraño que, cada día más, el cansancio de remar siempre contra corrientes descabelladas nos pegue en la nuca y nos deje al borde del nockout. Quizás sea hora de aceptar que las cosas nos pasan porque las generamos. Con el desinterés, con el no compromiso, con el aceptar que cualquiera se haga cargo de cualquier cosa, con el no pensar.

¿Qué tiene el Valle que no tenga Comodoro? Pensamiento integral.
Puesta en valor de lo que se tiene, clara consciencia de lo que no se tiene, uso inteligente del tándem de poder político y poder institucional para lograrlo.

Mientras tanto, seguimos enfurruñados. Porque otros tienen lo que queremos, porque el papá a cargo no nos favorece, porque nada de lo que tenemos nos conforma.
Eternas criaturas abandonadas, salimos de una infancia de privaciones para enquistarnos en una problemática adolescencia, con más abundancia quizás pero igual de carente de criterio.
Lo nuestro, comodorenses, es una crisis de identidad. Y la verdad es que no estamos preparados para enfrentarla.